Un
color en cada puesto
Desde bien pequeño me acostumbré a buscarme la
vida y a no confiar en nadie. De natural solitario y taciturno, pronto encontré
un gran placer en recorrer las calles, dirigido por los olores más que por el
afán de llegar a ningún lado.
El mercado de mi barrio se convirtió
rápidamente en mi lugar preferido, tal y como para otros lo son las plazas o
los parques. Puede decirse que conozco cada aroma y que, cada puesto tiene para
mí un color distinto. El azul profundo de la pescadería, el rojo violento de la
carne, los verdes y anaranjados revoltosos de la frutería, el canela dorado del
colmado…
Así, paseo entre la gente que parecen
asistir a una subasta en cada tienda; sus voces se mezclan con el olor a mil
sabores del mercado y se mezclan también sus efluvios personales, más generosos
en verano, más tímidos y distantes en invierno. A veces alguien me llama, pero
yo, solitario y orgulloso, sigo a mi paso, como un pequeño rey dorado que
paseara de incógnito entre sus súbditos
Mi primera parada siempre es una frutería,
aunque nunca cojo nada de ella. Me recuerda, más que cualquier otra tienda, a
mi infancia, quizá porque de pequeño jugué a escondidas entre sus cajas de
madera amarilla. Aunque ha ido cambiando de manos, si la memoria no me falla,
unas cuatro veces en los dos últimos años, el olor siempre es el mismo. Allí,
en un alboroto de formas y sabores conviven pimientos de carnes prietas,
brillantes cerezas coloradas, dulces juguetes de mi infancia, cuando para mí
eran simples canicas de charol. El perfume a azahar de las naranjas que parecen
diminutos soles apagados, las lechugas generosas, crujientes y brillantes bajo
la luz del fluorescente, berenjenas de luto riguroso con aquel burdo encaje
alrededor del cuello, la sencillez de la cebolla, la altiva piña, el humilde
cardo…
Por el puesto de las carnes suelo pasar
rápido, casi de puntillas. Ahogado en
ese mar empalagoso de la sangre y de las vísceras, observo las hileras de
animales muertos de penetrante olor y carnes rojas, y un escalofrío me recorre
el cuerpo pensando en esos seres, en sus vidas y en sus muertes. De pequeño me
asustaba, ahora simplemente me parece necesario para el hombre, pero mi
instinto de cazador, genéticamente heredado, me hace preferir las piezas vivas.
Hago un alto en el colmado de ultramarinos,
de allí siempre saco algo. El hombre es huraño y viejo como yo, pero algo en
nuestros ojos verdes parece hermanarnos y siempre recibo alguna golosina. Una
galleta con olor a canela o unas olivas en salmuera. Allí más que en cualquier
otro puesto, los olores y colores se amalgaman: rojo, verde plata, dorado del
fruto seco, especias amarronadas… me siento como a bordo de un barco, yo, que
nunca he salido de mi barrio, un barco con el aroma viejo del café y el sabor
alegre de las frutas escarchadas
Me reservo para el final la tienda de
pescados y mariscos, de allí surgen igual que las olas aquellas voces gruesas y
estridentes, como de sal marina, que animan a la compra. Es allí donde más me
demoro y se me pasan las horas muertas. Miro los olores y huelo los colores
azul y plata de los peces, junto al rojo rosáceo del marisco. A veces, mi
mirada expectante se tropieza con la de alguno que agoniza, y yo, de
sentimiento y paladar fino, giro la cabeza y miro hacia otro lado.
Al mediodía, si la mañana se ha dado bien,
harto ya de dar vueltas, ahíto de olores y sabores y con la panza juiciosamente
repleta, salgo y me tumbo sobre la hierba fresca de algún parque o me encaramo
a algún terrado y me quedo con los ojos entornados adivinado figuras entre las
formas blandas de las nubes.
María Jesús