La
librería
Cada mañana, Ginés coge su bastón de haya, el
libro que anda leyendo, y sale a caminar. Hacia mediodía entra en un
establecimiento del paseo, pide un café y se sienta, siempre en el mismo
rincón, a la misma mesa, en la misma silla; luego entorna los ojos dejando que
de su memoria surjan, como de un pozo mágico, los recuerdos de tinta y papel,
de toda una vida entre libros.
Se recuerda adolescente, casi
un niño aún, recién llegado a la ciudad, pidiendo trabajo en aquella tienda
grande y luminosa, forrada de estantes cuajaditos de libros. El viejo dueño lo
miró con una sonrisa amable, le dijo: «Probaremos», y lo citó para el día
siguiente.
Para él, recién llegado de un
pueblo de medio pelo, aquello fue la entrada a un mundo nuevo.
Ginés encontró allí la escuela
que nunca tuvo. Se convirtió en un lector voraz e intuitivo, que con el tiempo
aprendió a aconsejar a los lectores, a cada uno según sus preferencias. Nunca
los llamó clientes, para él eran almas conocidas con las que compartía el placer
de la lectura, el deseo de vivir otras vidas, de conocer otras gentes y viajar
a otros países.
Su vida fue plena y, en la
medida de lo posible: feliz. Nunca se casó y, mirado desde fuera, fue lo que la
gente diría, un hombre soso y solitario, sin demasiados amigos ni inquietudes.
Un ser al que la vida le pasó por alto, sin que le sucediera nada fuera de lo
común y rutinario. Pero él, que a menudo alargaba las horas de cierre,
especialmente los sábados por la tarde, siempre se consideró un privilegiado. Ganaba
lo suficiente para vivir con decoro, su jefe era una persona justa y amable y,
podía leer cuánto quisiera. Leía en sus ratos libres, dentro y fuera del
trabajo, leía y vivía las vidas de los personajes de los libros como si fueran
la suya propia. Sufría con las desgracias que les sucedían y se alegraba de su
buena fortuna.
Con el correr de los años, su
estimado jefe falleció y un sobrino se hizo cargo del negocio. Poco tiempo
después a Ginés le llegó la hora de la jubilación, la aceptó con resignación,
pero no con alegría. Pidió permiso al nuevo dueño y, más feliz que un niño con
zapatos nuevos, pasaba por la librería casi todas las tardes, y ayudaba en las,
cada vez, más escasas ventas que hubiera. Un día, el sobrino del jefe —para él
siempre fue el sobrino del jefe—tuvo que vender la tienda. Le explicó que
aquella crisis global, que en todo hundió sus zarpas, lo obligaba a ello. Se la
había comprado, dijo, una de aquellas cadenas de comida rápida.
Ahora, cada mañana, Ginés se
sienta allí en aquella silla, en aquel rincón y, abre un libro. Después, como
siempre, vuelve a viajar, pasajero etéreo, entre las historias y las vidas de
los personajes que en él aparecen.
Ungido por el poder de su
imaginación, transforma mágicamente el olor a carne y pepinillos que cubre el
aire del lugar, en aquel otro, grabado en su memoria, al que consagró su vida:
el de la tinta y el papel.
María Jesús