jueves, 28 de julio de 2022

 





 Algunas mañanas de primavera

 

Clara entró en la habitación y subió con energía la persiana de la ventana. Era el único cuarto vacío de la casa, en ella su esposo, Jorge, quería instalar un estudio —era arquitecto—, y aseguraba, con su exageración habitual, que necesitaba «como el aire» aquel espacio.

Bueno, igual eso ahora tendrá que esperar, pensó Clara. Se aflojó el cinturón de la bata y acarició, muy lentamente, su vientre.

Aquello había llegado por sorpresa. Un fallo, sin duda. Ella sabía que no era el mejor momento, si es que alguna vez había «mejor momento» para eso, reflexionó con una media sonrisa.

Jorge y ella llevaban poco más de seis meses viviendo juntos. Él estaba empezando en la empresa, y lo que ella ganaba en las clases que daba en aquella academia de medio pelo, apenas si alcanzaba para llegar a fin de mes.

Se sentó con cuidado en el suelo de la habitación y el frío que despedían los mosaicos la relajó. Acababa de empezar mayo, pero el calor ya era plomizo. Se adivinaba un verano largo y pegajoso. Contó con los dedos: mayo, junio… nacería para enero, igual que el año, tal vez como un regalo de reyes. Eso si nacía, claro, se dijo, y se le escapó un pequeño suspiro. Todavía no le había dicho nada a Jorge, primero quería estar segura. En menos de diez minutos lo sabría, Julia, su amiga, le había dicho que aquella prueba era fiable al cien por cien.

Miró alrededor. Era una habitación pequeña, pero luminosa. A aquella hora de la mañana un sol mantecoso parecía extenderse por todo el cuarto dejando en el aire olor a vida y a inicio; ese olor que solo tienen algunas mañanas de primavera.

Clara empezó a imaginar la disposición de los muebles, los colores…

Aquí, junto a la ventana, pensó, debería de ir una mecedora de madera, armoniosa y dulce, tal vez pintada de un amarillo esponjoso. Al lado la cuna, segura, pero cálida, que hiciera juego con una cómoda bonachona y generosa que iría pegada a la pared.

En el centro de la habitación pondría un caballito balancín, rojizo y con pecas, de esos de cartón piedra. Colgado del techo un móvil con una musiquilla armoniosa y azul que ayudara a dormir. Las paredes las vestiría de vainilla o mejor, decidió, de varios colores, como un arco iris; las ventanas con una cortina ligera, fresca, rosada o tal vez, dudó sonriendo, azul celeste.

Clara no se dio cuenta de que la sonrisa que se le iba dibujando en el rostro era una sonrisa que pertenecía a otra persona. No era la sonrisa de la Clara niña, ni de la Clara mujer; era una sonrisa desconocida, nueva, recién nacida.

Se levantó despacito y miró una pared, allí pondría el reloj; redondo, con muñecos; un reloj de esos en los que el tiempo no pasa, solo juega.

En cuanto al sexo, se dijo alzándose levemente de hombros, le daba igual niño o niña. Pero los nombres no. Los nombres los tenía elegidos desde que era pequeña y jugaba con sus muñecas: Elena, si era niña; Pablo, si era varón. Bueno, se dijo sintiéndose un poco culpable, a lo mejor Jorge también querría opinar sobre ese tema.

Consultó su reloj de pulsera, se levantó, y se dirigió apresuradamente al baño.

Al cabo de unos minutos regresó; se ajustó el cinturón de la bata y bajó lentamente las persianas. Poco a poco sintió como todas las tareas pendientes de aquel día volvían de la sombra y tomaban posiciones en su mente, presta y ordenadamente, hasta apagar por completo aquella luz de primavera, que por unos minutos se había colado en la habitación vacía.

María Jesús

 

 

 

 

 

 

jueves, 14 de julio de 2022

 




Quejas húmedas

 

 

—Aquí me gustaría a mí ver al panzudo del genio de la lámpara o a la yaya gordinflona de la varita ¡Me cago en Neptuno! Corriendo voy a realizar los deseos que pedís, ¡pandilla de bárbaros! Que os pasáis el día lanzándome monedas y haciéndome chichones en la panza. Que vivo en un ¡ay!

¡Me cago en Vulcano! Y encima con este dolor de cabeza: «cling, cling», taladrando mis entrañas, por no mencionar la herrumbre, el reuma, y este olor a óxido día y noche…

Y, el antiguo pozo de los deseos seguía quejándose y quejándose, pero nadie lo escuchaba porque el ruido de monedas al chocar contra sus aguas tapaba su empañada voz.

María Jesús