Algunas mañanas de primavera
Clara entró en la habitación y
subió con energía la persiana de la ventana. Era el único cuarto vacío de la
casa, en ella su esposo, Jorge, quería instalar un estudio —era arquitecto—, y
aseguraba, con su exageración habitual, que necesitaba «como el aire» aquel
espacio.
Bueno, igual eso ahora tendrá que esperar, pensó Clara. Se
aflojó el cinturón de la bata y acarició, muy lentamente, su vientre.
Aquello había
llegado por sorpresa. Un fallo, sin duda. Ella sabía que no era el mejor
momento, si es que alguna vez había «mejor momento» para eso, reflexionó con
una media sonrisa.
Jorge y ella llevaban poco más de seis meses viviendo
juntos. Él estaba empezando en la empresa, y lo que ella ganaba en las clases
que daba en aquella academia de medio pelo, apenas si alcanzaba para llegar a
fin de mes.
Se sentó con cuidado en el suelo de la habitación y el frío
que despedían los mosaicos la relajó. Acababa de empezar mayo, pero el calor ya
era plomizo. Se adivinaba un verano largo y pegajoso. Contó con los dedos:
mayo, junio… nacería para enero, igual que el año, tal vez como un regalo de
reyes. Eso si nacía, claro, se dijo, y se le escapó un pequeño suspiro. Todavía
no le había dicho nada a Jorge, primero quería estar segura. En menos de diez
minutos lo sabría, Julia, su amiga, le había dicho que aquella prueba era
fiable al cien por cien.
Miró alrededor. Era una habitación pequeña, pero luminosa.
A aquella hora de la mañana un sol mantecoso parecía extenderse por todo el
cuarto dejando en el aire olor a vida y a inicio; ese olor que solo tienen
algunas mañanas de primavera.
Clara empezó a imaginar la disposición de los muebles, los
colores…
Aquí, junto a la ventana, pensó, debería de ir una mecedora
de madera, armoniosa y dulce, tal vez pintada de un amarillo esponjoso. Al lado
la cuna, segura, pero cálida, que hiciera juego con una cómoda bonachona y
generosa que iría pegada a la pared.
En el centro de la habitación pondría un caballito
balancín, rojizo y con pecas, de esos de cartón piedra. Colgado del techo un
móvil con una musiquilla armoniosa y azul que ayudara a dormir. Las paredes las
vestiría de vainilla o mejor, decidió, de varios colores, como un arco iris;
las ventanas con una cortina ligera, fresca, rosada o tal vez, dudó sonriendo,
azul celeste.
Clara no se dio cuenta de que la sonrisa que se le iba
dibujando en el rostro era una sonrisa que pertenecía a otra persona. No era la
sonrisa de la Clara niña, ni de la Clara mujer; era una sonrisa desconocida,
nueva, recién nacida.
Se levantó despacito y miró una pared, allí pondría el
reloj; redondo, con muñecos; un reloj de esos en los que el tiempo no pasa,
solo juega.
En cuanto al sexo, se dijo alzándose levemente de hombros,
le daba igual niño o niña. Pero los nombres no. Los nombres los tenía elegidos
desde que era pequeña y jugaba con sus muñecas: Elena, si era niña; Pablo, si
era varón. Bueno, se dijo sintiéndose un poco culpable, a lo mejor Jorge
también querría opinar sobre ese tema.
Consultó su reloj de pulsera, se levantó, y se dirigió
apresuradamente al baño.
Al cabo de unos minutos regresó; se ajustó el cinturón de
la bata y bajó lentamente las persianas. Poco a poco sintió como todas las
tareas pendientes de aquel día volvían de la sombra y tomaban posiciones en su
mente, presta y ordenadamente, hasta apagar por completo aquella luz de
primavera, que por unos minutos se había colado en la habitación vacía.
María Jesús