Segundo premio en relato
de humor.
Concurso literario Nou
Barris, 2016
SEPELIO
¡Ay, qué pena! … ¿Ya se han
ido? Por fin nos dejan solos. Ha costado, pero al fin solos, igual que en la
noche de bodas, ¿te acuerdas? Qué te vas a acordar tú, con ese cerebro de
mosquito que has tenido siempre. Pero aquella noche, como esta, también tuvo
mucho de comedia teatral.
A ver, déjame
que te vea…Sí, el traje gris (lo elegí yo, por supuesto) es el que mejor te
quedaba, claro que de donde no hay no se puede sacar. En fin… ¿Qué me dices de
las flores? Desde ahí no la ves, pero mi
corona es esa que dice: “A mi querido esposo”, para que luego digas… Mira,
rosas rojas y blancas, en realidad berzas y espinacas te tendría que haber
puesto, con eso de ser un vegetariano acérrimo, qué hay que ver la de dinero en
ambientadores que llevo gastado para eliminar el pestazo a col hervida que
había siempre en la casa, ni con la mascarilla puesta al cocinar me libraba de
su hedor. Así estabas tú, con esa pinta de lechuga reseca y ese tinte verdoso,
que ni siquiera con el maquillaje han conseguido eliminar.
Nunca fuiste nada
del otro mundo (bueno, ahora sí). Fíjate, te sobra medio ataúd, pero no es
porque te hayas encogido con la muerte, es que ya eras así. ¡Con la de pretendientes
que yo tuve! Todos guapos y bien plantados y fui a quedarme con el peor. Todo
por hacer caso de mamá; por cierto, si la ves por ahí le das recuerdos. A papá
no, a ése ni agua, o que no se hubiera ido sin despedirse y dejarme colgada a
los siete años. Ya sé que dicen que no estaba en sus cabales, pero todo tiene
un límite. Pegarse un tiro en la cabeza a las doce en punto del mediodía en
pleno centro comercial, no lo excusa ni la locura. A ver si no hubiera podido encontrar otro
modo menos ruidoso de hacer mutis. Mira yo contigo sin ir más lejos, cómo lo
preparé todo hasta el último detalle. El cordón convenientemente atado a los
extremos de ese escalón y un ligero empujoncito ¡Mucho más delicado, dónde va a
parar! Eso es tener clase. Antes de llamar a la ambulancia quité el cordoncito…
¡y listo! ¿Quién iba a sospechar de una pobre viuda desconsolada? Cada vez que
me acuerdo, yo entre hipidos y lágrimas mientras mis manos retorcían felices el
cordoncillo dentro del bolsillo de mi bata.
No me gustaría
que pensases que fue fruto de un impulso repentino. ¡Qué va! Si supieras
cuántas noches estuve a punto de estrangularte, te observaba en silencio
completamente desvelada por tus asquerosos ronquidos y me miraba las manos en
la oscuridad, pero entonces recordaba la educación que las monjas me dieron:
“Una señorita intentará mantener siempre limpias y cuidadas sus manos y sus
uñas”, y claro, retenía mis deseos. Porque yo soy una señora y me sé controlar;
no cómo tú, degenerado, que eras un degenerado, sobre todo en los primeros años
de matrimonio, después no sé si te buscaste a alguien fuera o se te fueron las
ganas. Gracias a Dios que aquello no dio fruto y nunca tuvimos hijos, solo me
hubiera faltado tener pequeños repollos apestando la casa.
Estaba harta de
tus críticas a mi estilo de vida ¿Qué era raro cambiar el jabón del lavabo
cinco veces al día? ¿Qué era extraño mi gusto por el orden, o que las sillas
estuvieran siempre bien alineadas y la hierba del jardín midiera exactamente
cuatro centímetros? ¿Era extravagante mi deseo de llevar siempre faldas
plisadas con solo doce pliegues o el tener siete zapatillas una para cada
habitación de la casa? Y ¿qué? ¿Me metía
yo con tus rarezas? Esas que fueron
creciendo sobre todo desde que te jubilaste y tuviste más tiempo libre.
Esa sucia costumbre
de tomar una cerveza cada tarde en la terraza, esa obsesión idiota por leer un
libro nuevo cada mes, ese ducharte solamente una vez al día, por no hablar de
tus asquerosas verduras: ¡Eres una maniática igual que tu padre!, me decías.
Solo yo sé lo que tuve que aguantar.
Pero lo peor, lo
que de verdad me hería profundamente, era tu desprecio por mi colección de
sellos. Eso fue la gota que colmó el vaso ¿Qué daño te hacía yo? Aquel día que
dijiste que me los ibas a quemar firmaste tu sentencia de muerte. Una colección
tan hermosa, que yo cuidaba desde niña. Mi padre me regaló el primer sello
cuando cumplí los cuatro años. Tú solías burlarte porque me pasaba las horas
muertas mirándola una y otra vez y porque no había comprado un solo sello más
desde los siete años. ¿Dejaba por eso de ser una colección? Nunca entendiste
que las cosas realmente importantes de la vida suceden siempre en la niñez.
Estúpido.
Parece que ya
vuelven… tengo que recomponerme, o mejor dicho, descomponerme. Me echaré el
colirio y estrujaré el pañuelo… ¡Ay, qué pena!
María Jesús