Crepúsculo
Sobre
el rojizo puente
desprevenida
camina,
de
vuelta a casa,
la luz
del día
al
otro extremo,
estrella
en mano,
la
noche espera
María
Jesús
Seleccionado en Certamen Javier Tomeo
Publicado en «Compromiso y cultura», abril 2020
Revolución
―¡Compañeros!
ha llegado el momento de que el pueblo tome el poder ¿estamos todos de acuerdo?
Un rugido
ensordecedor impregnó el viciado aire de la tarde.
―¡Viva la
libertad! ―gritaban, mientras de un rincón a otro se iba extendiendo la
euforia.
―Queda
instaurada la república popular de las cartas ―proclamó subida al tapete la
sota de bastos dándole la mano a un emocionado as de espadas.
El siete de
copas montó sobre su borde a un pequeño tres de oros para que no se perdiera
aquel momento histórico.
El único rey
que quedaba y su esposa marcharon camino del exilio, más allá de la redonda
mesa de juegos.
Esparcidas por
la verde superficie, se veían las cabezas recortadas de los demás nobles que no
admitieron la derrota
―¡Viva la
libertad! ―volvieron a vocear los
exsúbditos.
Desde el
interior del estuche de cartón, el comodín, escéptico, sonreía.
María Jesús
Escalera
de corazones
―Esto no lo podíamos permitir por más tiempo, que en esta
casa vivimos personas decentes ―dijo la del ático y apoyando las manos en las
poderosas caderas, remató―. Hemos hecho
bien echándola, claro que sí.
―No sé, señora
Paquita ―dudó la del cuarto, que era viuda desde hacía muchos años―. Ella es
tan joven y no se la veía mala chica… Y la niña ¡Pobre criatura! ¿Dónde irá a
parar? Porque familia, parece que no tenía, o igual viven fuera. Desde luego lo
que es por la escalera no aparecían nunca ―la voz, como de caldo aguado, hacía
juego con su físico anodino.
―¡Joven, joven!
Esas cosas ya se llevan dentro, señora Antonia, que es usted muy inocente
―replicó la señora Paquita y levantando una mano, cargada de anillos de
bisutería cara, continuó―: Una golfa es lo que era, que hay otras maneras de
ganarse la vida… Y por la cría, no hay que preocuparse, que ya la recogerán los
del Ayuntamiento, que para eso pagamos los impuestos.
―Sí, claro… no,
en la calle no se quedará… Seguro… ―dijo la viuda cruzando los brazos sobre el
escuálido pecho y de pronto, como recordando algo, siguió―: Ahora que me
acuerdo, tengo en casa un pijamita de la niña que se le cayó a la madre el otro
día al tender ¿Qué hago con él? ―preguntó indecisa.
―Pasa que si no
nos movemos como hemos hecho y avisamos… ¡Pues vaya fama que empezaba a tener
ya el portal…! Luego se piensa que todo el monte es orégano. ―Ángeles, la del
tercero, soltera y virgen, que ya no cumpliría los setenta, ni la había
escuchado.
―Sí, que aquí
venga a traer hombres ―asintió la señora Paquita― ¡Y a qué horas! Y luego ni
los recibos al día, que dice el de la gestoría que debía no sé cuánto de
alquiler. En vicio se le iría todo.
―¡La muy pu…! ―La
soltera se tapó la boca con la mano.
―Bueno ―repuso la
señora Antonia meneando la cabeza―, pero educada sí era y si te veía cargada
con bolsas siempre se ofrecía a ayudarte… ―y continuó con un tizne de tristeza
en la voz―, y a la niña la llevaba siempre muy limpia y arreglada.
―¡Ay, señora
Antonia! ―Le apretó el brazo Ángeles mientras se le estiraban los labios como
una serpentina rosada―, a lo mejor la ayudaba para ver si podía robarle algo de
la bolsa… de esa gentuza no hay que fiarse ―remachó con malicia.
―Nada, nada,
nosotras bien tranquilas ―volvió a repetir la señora Paquita mientras sus rizos
de peluquería de barrio asentían vigorosamente una y otra vez―. Y ¿saben qué
les digo? ―continuó con voz firme― Que si le quitan a la niña, mejor, que para tener
una madre así…
Sus palabras
quedaron un instante dando vueltas en el aire como si no supieran dónde
acomodarse. Al poco Ángeles consultó un reloj diminuto y anticuado que le
aprisionaba la muñeca.
―¡Qué tarde se ha
hecho! ―exclamó―. Me voy que va a empezar la novela ¿ustedes no la ven?
―Yo es que como
tengo que recoger al nieto ―se excusó la señora Antonia.
―Pues lo que es
yo no me pierdo ni un capítulo ―casi la riñó la señora Paquita con cierta
envidia. Ella apenas veía a su único nieto, porque su hijo y su nuera llevaban
años separados y la chica vivía en otra ciudad con el niño.
―…trata de una
chica muy buena e inocente…y con un tipo y unos ojos azules…―empezó a explicar
Ángeles con devoción casi maternal.
―Sí, muy guapa
―atajó la del ático impaciente, volviendo a tomar las riendas―. Pues deja el
pueblo porque quiere ser actriz y se va a trabajar a la ciudad y se enamora de
un hombre que la abandona cuando se queda embarazada.
―Los hombres ya
se sabe… Todos iguales. ―Ángeles lanzó un suspiro de castidad mientras cruzaba
las manos sobre su vientre enjuto.
La señora Paquita
le dirigió una media sonrisa burlona y continuó:
―La pobre, como
está sola, porque tiene a la familia en el pueblo y no saben nada de lo que le
pasa porque, claro, ella no lo ha querido explicar para que no sufran, pues
para sacar al niño adelante…
―Se ha tenido que
poner en un club de esos… Ya me entiende…
―intervino de corrido Ángeles mientras un conato de rubor amenazaba con
alegrarle las mejillas.
―Y una del bar
que es una víbora y le tiene envidia la ha denunciado y ―continuó la señora
Paquita casi sin respirar―, y ahora van y le quitan al niño ¿Usted cree que hay
justicia, señora Antonia?
―Tan lindo como
es que parece un niño Jesús y tan arregladito que lo lleva siempre ¡Qué lástima
de criatura! ―suspiró con ternura Ángeles.
―Y la chica lo
pasa fatal porque claro, de momento, no puede ver a su hijo ¡Qué es su vida! Ya
sabe usted lo que duelen los hijos, señora Antonia ―dijo con voz humedecida la
señora Paquita.
La viuda asintió
varias veces con la cabeza en actitud comprensiva.
―¡Lo que sufre la
pobre! ―terminó la soltera colocando una mano de engarfiados dedos sobre el
brazo de la viuda, como buscando apoyo.
―Si es que… luego
decimos, Ángeles, pero lo cierto es que hay personas muy malas, sin
sentimientos ―confirmó la señora Antonia que había absorbido cada detalle con
deleite poniendo cara de mártir.
―Lleva usted
razón señora Antonia ¡Señor, lo mala que puede llegar a ser la gente! ―asintió
la señora Paquita alzando los ojos al cielo como si esperara ver bajar al
Espíritu santo en persona.
―Vamos subiendo
¿no? ―apremió Ángeles pulsando el botón del ascensor.
―Bueno, y con el
pijama de la niña ―recordó la señora Antonia― ¿qué hago?
―Pues lo tira
usted a la basura, ¿Qué va a hacer con eso? ―respondió Ángeles despectiva
alzando unas cejas finas como horquillas doradas.
―O lo lleva usted
a la parroquia ―sugirió la señora Paquita― que alguien lo aprovechará, con la
de necesidad que hay en el mundo. ―Les lanzó una mirada de reconvención―. Que
hay que pensar en el prójimo, mujer.
Y ante las miradas
de aprobación de sus vecinas, se cruzó la bata sobre el pecho, como protegiendo
su gran corazón.
María Jesús