Albor
violeta
Entró con paso calmo en los
grandes almacenes. Una vez dentro titubeó, dudó y miró a izquierda y derecha,
aunque no buscaba a nadie.
Se le inundaron
los ojos de gente desconocida que iba y venía rozándola sin mirarla.
Suspiró hondo y
hundió las manos en los bolsillos del abrigo negro. Un paso al frente. Los
olores a cremas y perfumes conducían certeramente a la sección de cosmética.
De pronto los
colores: rosas, naranjas, malvas, rojos y marrones la tomaron al asalto, ¡hacía
tanto tiempo que todo lo veía gris, apagado, sin matices! cuidadosamente tomó
la muestra violeta y se pintó una línea en el dorso de la mano.
Apareció, como
surgida de la nada o como si fuera parte del aire perfumado, una joven
sonriente; vestía el uniforme, falda oscura y blusa de rayas, de los grandes
almacenes.
―Es el color de
moda: Albor violeta, nos ha llegado nuevo esta semana ―explicó.
No podía mirarla
a los ojos, la mano de la línea violeta temblaba un poco.
La joven insistió:
―Yo creo que es
su color —dijo, y la observó con mirada profesional— A las rubias de piel tan
blanca, el violeta les queda fenomenal ―ánimo con voz convincente.
Ella esbozó una
sonrisa, miró la etiqueta del precio y sin vacilar, sacó el dinero del monedero
y lo pagó. Mientras la dependienta le guardaba el lápiz en una diminuta bolsa
de plástico, preguntó por los lavabos.
―En la primera
planta ―respondió la joven, y dándole mecánicamente las gracias por la compra,
se alejó tan rápidamente como había llegado.
Primera planta:
lavabos, espejos... la imagen, desconocida casi, la miraba como a una extraña.
Arrugas pequeñitas alrededor de la boca y de los ojos, profundas ojeras
violáceas circundando una mirada excesivamente brillante.
Demasiado dolor
en poco tiempo. Cinco meses de soledad y de llanto, de desespero… cinco meses
sin apenas pisar la calle, intentando olvidar aquellas palabras que se le
clavaron como pequeños puñales en el centro de su alma, paralizando todos sus
sentidos. «La noticia», se dijo mentalmente. Aún sentía en su interior la voz
―compasiva, pero distante― de un agente
que le comunicaba que lamentaba tener que darle aquella noticia, pero que Jorge Sánchez Valente, su marido, había muerto en
un accidente de coche, aquella mañana.
Cinco meses para alejar los recuerdos de diez años de vida
compartida. Cinco meses para dejar de sufrir, para dejar de sentir.
Hoy, por fin, una
tibia tregua para su corazón herido. Un guiño de la esperanza, no sabía cómo ni
en qué momento, la habían hecho salir a la calle. Una voz añorada le había
susurrado en silencio: «Qué guapa estás cuando te pintas los labios».
La mujer sacó de
la bolsita, ridícula y casi transparente, la barra de carmín, que temblaba
entre sus manos inseguras. Se entreabrieron los labios, pálidos y resecos y,
poco a poco, como entra el sol en una estancia, al ir entreabriendo lentamente
una ventana, la luz volvió a ellos.
Salió con paso
ligero de los grandes almacenes. Las manos, sosegadas, se abrocharon el abrigo.
Hacía frío, pero la vida, disfrazada de violeta, empezaba, de nuevo, su camino.
María Jesús