Escrito en las estrellas
Mi madre decía que era
pitonisa diplomada, y en casa nadie se lo discutía, pero en realidad todos
sabíamos que lo de leer el futuro no era lo suyo. Ya, en su primer embarazo
aseguró, con firmeza teutona, que iba a dar a luz una preciosa niña de ojos
azules, y nació mi hermano, moreno como la pez y con los ojos más oscuros que
Machín; después, cuando volvió a quedar embarazada, comentaba a diestro y
siniestro, que lo que llevaba en el vientre eran, ¡nada menos!, que trillizas,
todas niñas, claro, y nací yo, más solo que la una, y varón para más señas.
A partir de aquí, mi padre perdió interés en sus
predicciones, y lo puso en la vecina del segundo, con la que se fugó unos meses
más tarde. Mi madre se lo tomó como un
gaje más de su oficio, limpió con más vigor su bola de cristal, y siguió
prediciendo el futuro; un futuro tan lejano, que nunca sucedía. Así, cuando mi
hermano y yo éramos niños, vaticinó mirando embelesada a mi hermano: «La de
corazones que romperá éste cuando crezca»; luego se giró hacia mí, y con voz
resignada dijo: «y la de zapatos que destrozará éste otro vagabundeando por
ahí».
Andando el tiempo, mi hermano se convirtió en zapatero
remendón y un servidor en matarife.
Nuestra infancia, y aún más, nuestra adolescencia, fue un
cúmulo de despropósitos. Si en su famosa bola ahumada ella veía de repente la
imagen de una tormenta de granizo y nieve, a nosotros nos tocaba salir
equipados a la calle como para subir al Himalaya, —daba igual que aquel día
amaneciera con un sol que hiciera chiribitas desde el cielo—; si teníamos un
examen, ella nos aseguraba que iban a salir preguntas, que a los profesores ni
se les habían pasado por la imaginación que existieran; si nos gustaba una
chica, ella nos advertía de sus bondades o defectos, sin dar en el blanco ni
por casualidad. No digo que todo fuera culpa suya, pero el hecho de que mi
hermano y yo hayamos llegado solteros a los cuarenta, no ha sido sólo por
voluntad propia.
Sin embargo, nosotros, hijos del destino, según ella, y más
sufridos que una piedra pómez, según el resto de la familia, nunca le
reprochamos nada, nos acostumbramos a escucharla, sin oírla, y a darle la
razón, entre sonrisas de complicidad burlona, como por otra parte, hacía la
mayoría de la familia y de los vecinos.
Hace unos días, en los albores de diciembre, cuando abrió
aquellos ojos como dos pelotas de ping-pong,
y empezó, a lo que ella llamaba levitar, (y el resto de los mortales caminar de
puntillas), mientras iba murmurando: tres, dos, uno, cero, tres, dos, uno,
cero… no le hicimos caso, pensando que quizá pensaba en una futura ascensión a
la luna, ya que, en los últimos tiempos, le había dado por los viajes astrales,
y otros palos de la misma baraja. Pero ella, aseguró con aquel convencimiento
suyo, que no había menguado ni un ápice con el correr de los años, que era una
señal de la fortuna, y que iba a comprar una serie de la lotería con esos
números.
Quizá porque fue antes del desayuno y era lunes, o tal vez
porque nos cogió desprevenidos, esa vez no pudimos disimular las carcajadas,
que se esparcieron, con hambre atrasada, por todos los rincones de la casa.
Recuerdo su mirada —aquellas orondas y blancas pelotas de ping-pong, se convirtieron en dos afilados colmillos de serpiente—,
y desde entonces no nos dirigió la palabra.
Por eso hoy, veintidós de diciembre, cuando han cantado el
número del gordo de Navidad, y hemos oído: «Tres mil doscientos diez, cuatro
millones de euros, tres mil doscientos diez, cuatro millones de euros…», mi
hermano y yo, como un solo hombre, salimos corriendo de nuestros respectivos
trabajos, y nos presentamos en casa, henchidos de felicidad y de amor materno,
pero sólo hemos encontrado en ella, la bola de cristal sobre la mesa del
comedor, con una tarjeta al lado, escrita con la letra picuda y desigual de mi
madre, que decía:
«Me voy a vivir el presente, porque estoy hasta el chacra
de la coronilla del futuro. Os dejo la bola. Besos. Mamá».
María Jesús