miércoles, 15 de noviembre de 2023

 



Escrito en las estrellas

 

Mi madre decía que era pitonisa diplomada, y en casa nadie se lo discutía, pero en realidad todos sabíamos que lo de leer el futuro no era lo suyo. Ya, en su primer embarazo aseguró, con firmeza teutona, que iba a dar a luz una preciosa niña de ojos azules, y nació mi hermano, moreno como la pez y con los ojos más oscuros que Machín; después, cuando volvió a quedar embarazada, comentaba a diestro y siniestro, que lo que llevaba en el vientre eran, ¡nada menos!, que trillizas, todas niñas, claro, y nací yo, más solo que la una, y varón para más señas.

A partir de aquí, mi padre perdió interés en sus predicciones, y lo puso en la vecina del segundo, con la que se fugó unos meses más tarde.  Mi madre se lo tomó como un gaje más de su oficio, limpió con más vigor su bola de cristal, y siguió prediciendo el futuro; un futuro tan lejano, que nunca sucedía. Así, cuando mi hermano y yo éramos niños, vaticinó mirando embelesada a mi hermano: «La de corazones que romperá éste cuando crezca»; luego se giró hacia mí, y con voz resignada dijo: «y la de zapatos que destrozará éste otro vagabundeando por ahí». 

Andando el tiempo, mi hermano se convirtió en zapatero remendón y un servidor en matarife.

Nuestra infancia, y aún más, nuestra adolescencia, fue un cúmulo de despropósitos. Si en su famosa bola ahumada ella veía de repente la imagen de una tormenta de granizo y nieve, a nosotros nos tocaba salir equipados a la calle como para subir al Himalaya, —daba igual que aquel día amaneciera con un sol que hiciera chiribitas desde el cielo—; si teníamos un examen, ella nos aseguraba que iban a salir preguntas, que a los profesores ni se les habían pasado por la imaginación que existieran; si nos gustaba una chica, ella nos advertía de sus bondades o defectos, sin dar en el blanco ni por casualidad. No digo que todo fuera culpa suya, pero el hecho de que mi hermano y yo hayamos llegado solteros a los cuarenta, no ha sido sólo por voluntad propia.

Sin embargo, nosotros, hijos del destino, según ella, y más sufridos que una piedra pómez, según el resto de la familia, nunca le reprochamos nada, nos acostumbramos a escucharla, sin oírla, y a darle la razón, entre sonrisas de complicidad burlona, como por otra parte, hacía la mayoría de la familia y de los vecinos.

Hace unos días, en los albores de diciembre, cuando abrió aquellos ojos como dos pelotas de ping-pong, y empezó, a lo que ella llamaba levitar, (y el resto de los mortales caminar de puntillas), mientras iba murmurando: tres, dos, uno, cero, tres, dos, uno, cero… no le hicimos caso, pensando que quizá pensaba en una futura ascensión a la luna, ya que, en los últimos tiempos, le había dado por los viajes astrales, y otros palos de la misma baraja. Pero ella, aseguró con aquel convencimiento suyo, que no había menguado ni un ápice con el correr de los años, que era una señal de la fortuna, y que iba a comprar una serie de la lotería con esos números.

Quizá porque fue antes del desayuno y era lunes, o tal vez porque nos cogió desprevenidos, esa vez no pudimos disimular las carcajadas, que se esparcieron, con hambre atrasada, por todos los rincones de la casa. Recuerdo su mirada —aquellas orondas y blancas pelotas de ping-pong, se convirtieron en dos afilados colmillos de serpiente—, y desde entonces no nos dirigió la palabra.

Por eso hoy, veintidós de diciembre, cuando han cantado el número del gordo de Navidad, y hemos oído: «Tres mil doscientos diez, cuatro millones de euros, tres mil doscientos diez, cuatro millones de euros…», mi hermano y yo, como un solo hombre, salimos corriendo de nuestros respectivos trabajos, y nos presentamos en casa, henchidos de felicidad y de amor materno, pero sólo hemos encontrado en ella, la bola de cristal sobre la mesa del comedor, con una tarjeta al lado, escrita con la letra picuda y desigual de mi madre, que decía:

«Me voy a vivir el presente, porque estoy hasta el chacra de la coronilla del futuro. Os dejo la bola. Besos. Mamá».

María Jesús

 

 

 

 

jueves, 2 de noviembre de 2023

 



Lienzo de Diego González


La ternura

dulcemente recostada

en el borde de un poema,

se envenena la mirada

con los pétalos de un verso

—Rosado y lila― suspira el aire

que la contempla

por la ventana entreabierta ...

María Jesús