Eduardito
Se celebraba el cumpleaños de
la abuela, doña Virtudes, una mujer seca y puntiaguda que pinchaba hasta de
lejos. Eduardito, el nieto único y favorito, iba desmenuzando con sus deditos,
tiernos y sonrosados, su porción de pastel, luego se la llevaba a la boca y
mantenía esta bien cerrada mientras masticaba lentamente, tal y como le habían
enseñado que debía hacerse; entretanto, el resto de la familia: abuela, hijo, nuera, sobrina,
sobrino conversaban sobre temas de gran calibre: el tiempo, lo que faltaba para
vacaciones, lo insípida que era ahora la fruta, lo alto que está el niño, lo
menguada que está la abuela (esto por lo bajini y con disimulo) otra vez el
tiempo… y así iban pasando la tarde.
No era una familia muy original. Lindaban con la clase
media bis, aunque el hijo y la nuera, padres de Eduardito, empezaban a rozar
con sus sudores perfumados y su talante emprendedor la media alta, lo que les
llenaba de orgullo y satisfacción, y unas generosas ganas de gritarlo, con
buena dicción, a los cuatro vientos (o parientes). La consulta dental iba
viento en popa a todo implante.
La sobrina y el sobrino, sin embargo, aparte de ser
hermanos, eran hijos de la única y difunta hermana de doña Virtudes y, por
tanto, primos del hijo de la susodicha; andaban ambos rayando la clase media
baja; en el caso concreto de la sobrina, había descendido a la bajísima porque,
con la llegada de la crisis y el divorcio, en este rigurosísimo orden de
aparición en su vida, había entregado su dúplex al banco y se había tenido que
emplear de dependienta en un supermercado, de aquellos que compensaban los cuantiosos
metros cuadrados de su superficie, con las escurridas nóminas de sus
trabajadores.
El sobrino, un funcionario de correos, se mantenía haciendo
equilibrios sobre el borde recortado de su sueldo.
La abuela, doña Virtudes, vivía de su plácida pensión.
No se podría decir, sin faltar a la verdad, que en aquella
reunión hubiera gran sintonía.
Era una celebración de obligada asistencia, porque la
familia siempre es la familia mientras no se demuestre lo contrario, y hay que
estar a las duras y a las maduras, es decir: bautizos, bodas, cumpleaños,
enfermedades y funerales y, por supuesto, en Navidades.
En lo único que aquellos cinco adultos estaban de acuerdo
era en que Eduardito era una ricura. Pelo rubio y ojos zarcos, mofletes
sonrosados y mella recién estrenada, ofrecían la imagen del niño ideal. Además,
Eduardito era callado, sonreía a menudo, era obediente, daba besos cuando
alguien se los pedían y nunca lloraba…. una ricura de niño.
Para la abuela, doña Virtudes, aquel nieto era el premio
que Dios le había concedido por aguantar a aquella nuera, roba hijos y
antipática, que se le había cruzado en el camino. Para el hijo, Eduardito
representaba, además de una dentadura a vigilar, aquel ser que andando el
tiempo estudiaría odontología y heredaría su consulta. Para su madre,
Eduardito, era el fruto secreto de un amor más secreto aún. Para los sobrinos,
ambos sin hijos y ya mayorcitos, aquel querubín significaba el báculo en el que
se apoyarían en la vejez o, al menos, la cuenta corriente que los sostendría
llegado el momento y, que les permitiría una buena o mediana residencia.
Así que todos querían mucho, pero mucho, a Eduardito.
El niño, después de comer su porción de pastel, se aburrió
de escuchar hablar del tiempo, del reúma y de lo sosas que están las manzanas y
pidió permiso para salir a la terraza a jugar con sus juguetes.
Su familia, sonriente, lo contemplaba desde el sofá del
comedor. El niño dejó a un lado su bólido de plástico, su caballo de colorines
y su pelota de goma, y centró su atención en una procesión de hormigas que se
dirigían, ajenas a celebraciones y cumpleaños, pero fieles al deber con su
familia, al hormiguero situado entre dos baldosas abiertas.
Eduardito apartó a cinco de ellas y les puso nombre: abuela, mamá, papá, tito y tita y, luego, sin perder la dulce sonrisa mellada, las fue aplastando una por una con sus tiernos y sonrosados deditos.
María Jesús