Cambio
de rumbo
(Extracto
del diario de J. Silver)
Quizá se debía a aquel afán de aprovecharlo
todo que tenía mi madre, pero lo cierto es que cuando, por equivocación, llegó
a casa aquel baúl lleno de ropajes variopintos y estrafalarios, no dudó ni un
segundo en que se hiciera uso de ellos.
Ella eligió un vestido rococó
y, sin empacho alguno, se paseaba por la casa, un modesto piso de sesenta
metros cuadrados, ataviada como María Antonieta. El efecto, si se quiere, era
bonito a la par que llamativo; sin embargo, aquellos miriñaques, o lo que fuera
que usara bajo las amplias faldas, hacía que cada vez que entraba en alguna
habitación, quedara encallada —a estribor y a babor— en el dintel de la puerta,
y se necesitaban los esfuerzos unidos de varios miembros de la familia para
desatascarla. Sus ropajes tampoco
favorecían, en demasía, el vaivén de la tripulación casera por el angosto
pasillo. Tal vez por ese motivo, para compensar, mi padre decidió vestirse de
Tarzán, y andar en taparrabos todo el día, desplazándose cómodamente por la
casa de liana en liana —las sogas firmemente enroscadas en lámparas y demás
aparejos sobresalientes del techo—.
En cuanto a mis abuelos, los
únicos que podían haber echado un cable a la cordura familiar, hacía ya muchos
años que habían optado por vestirse con los simpáticos trajecillos de Hansel y
Gretel. La elección, según explicaban, se debió a un acto de generosidad.
Ambas, como es sabido, son figuras de poco calado que apenas ocupan espacio,
pero las generosas almas no contaron —en mi hogar nadie piensa en el futuro ni
siquiera en el presente— con los achaques propios de la edad, y ahora surcan la
casa con los dos andadores a rastras, que, dicho sea de paso, abultan más que
ellos. Huelgo decir, las difíciles maniobras que tienen lugar, cuando en
cualquier recodo de la casa, se topan de frente con mi madre.
Mis hermanas, gemelas y
mayores que yo, —no sé sí en este orden— son: la virgen María y el arcángel san
Gabriel. Les dejo a su imaginación la situación diaria en la bendita hora del
ángelus, cuando en el momento de la Anunciación a mi padre se le escapan alguno
de sus gorgoritos tarzanescos al cambiar de liana, mi madre deja ir con soltura
el lastre de sus faldas, y los yayos aportan, dulcemente, la percusión de sus
tacatacas, encallados al compás.
Cuando yo nací, no sé si por los
antecedentes fraternos, o porque el baúl estaba ya a dos velas, se me reservó
el papel de Mesías —un pañalete, un
arito dorado en la cabeza y, allí te las compongas—, pero en mis planes, mi rol
era otro.
Desde bien pequeño, fui
consciente de que alguien tenía que llevar allí el timón, si no quería que
aquella tripulación de seres extraños zozobrara. Así que me dediqué a su
cuidado, y mal que bien me las he ingeniado para ir tirando de ella contra
viento y marea, achicando dificultades, zafándome de problemas, poniéndola al
abrigo de tormentas y quebrantos y, alimentándola, porque, entre nosotros,
serán raros, pero comer comen igual que los que no lo son, y aún más, diría yo.
Con grandes esfuerzos he conseguido juntar unos ahorros que guardo en un cofrecillo,
sepultado en la jardinera de la entrada, dinero que les permitirán vivir sin
naufragar, ni dar demasiado la nota, hasta el fin de sus vidas.
He decidido darle la llave del
tesoro a Gabriel que, cuando no tiene lo del ángelus, y esconde las alas, es una
tipa bastante normal y sensata. Ella los conducirá a buen puerto.
En cuanto a mí, me han llegado
voces de que La Hispaniola está ya
terminada, así que, en cuanto el ebanista del barrio me tenga acabada la pata
de palo, cogeré el último disfraz que queda en el fondo del baúl, me enrolaré
como cocinero, y me haré a la mar.
María Jesús