El
destino
La bomba estallaría a las 18 horas en punto. A
esa hora habría empezado la segunda sesión y el cine estaría lleno. Era martes.
En aquel barrio solo había un cine. Aquel. Consultó su reloj: las 17:25.
Sorbió el refresco de cola por
su cañita azul cielo. Las burbujas le hicieron cosquillas en la nariz. Dejó el
vaso sobre la mesa y se secó con una servilleta de papel. Volvió a consultar el
reloj: 17:30.
Bajó la vista hacia el diario
que tenía abierto sobre la mesa, se ajustó los lentes, y leyó algunas líneas
sin fijarse en lo que decían. Pensó que no tardarían en llegar y levantó la
mirada. Una pareja mayor se había detenido frente a la cartelera del cine.
Parecían dudar, finalmente la mujer tiró suavemente del brazo del hombre y
siguieron andando. Buena elección, se dijo, y volvió a sorber su refresco con
precaución. Consultó su reloj las: 17: 36.
Plegó el diario y observó a un
hombre, relativamente joven y con aire despistado, que compraba una entrada
como si no supiera muy bien para qué. Pronto lo sabría, se dijo sin compasión,
y dio otro sorbito a su refresco mientras observaba de refilón la hora: 17:40.
Parecía que se retrasaban, ¿y
si al final no venían? pensó apretando entre sus dedos el centro de la cañita
azul celeste hasta dejarlo casi blanco. Pero no…ahí estaban, por fin. Volvió a
desplegar el diario y se ocultó tras él, observando con disimulo a la pareja
que acababa de doblar la esquina en dirección a la sala de cine. Bien agarraditos.
Fue una dolorosa coincidencia
escuchar aquella conversación en la que se citaban para ir al cine, aquel día y
a aquella hora. Por supuesto, no sabían que les escuchaba desde el pasillo,
debían de pensar que seguía en la partida, como cada jueves, pero el destino
decidió que aquel día un compañero se hubiera sentido indispuesto y que el
juego acabara antes. Justo ese día. Recordó la sensación de frío que se le
extendió por el cuerpo al oír sus voces acarameladas, la angustia que le
revolvió el estómago, el dolor punzante… Oyó su nombre mencionado con tanto
desdén, las carcajadas burlonas y, luego, aquella tierna despedida. Todavía no
sabe de dónde sacó las fuerzas para arrancar sus pies del suelo, en el que
parecían haberse clavado, y huir por el otro extremo del pasillo. Se preguntó
cuánto hacía que aquello duraba, se
preguntó cómo no había sospechado nada, después de tantos años…Tiró la caña, ya
inservible, al suelo, y pidió la cuenta. Al tiempo que volvía a consultar su
reloj: 17:44.
Se removió con cierta inquietud, observándolos
ahora descaradamente. Ya habían entrado en la sala. Mal día, parejita, para ir
a hacerse arrumacos al cine, suspiró. La venganza es un plato que se sirve
frío, eso decían. Frunció los labios
con furia.
En un principio pensó en el
veneno, pero eso iba a ser más difícil de conseguir. En las películas y en las
novelas de detectives parecía muy fácil obtenerlo, casi como comprar caramelos
en una confitería, pero en la vida real, la cosa cambiaba. La farmacéutica le
hincó una mirada de desconfianza por encima de sus gafas, cuando le pidió algo
fuerte para dormir, de nada sirvió que le jurará y perjurará que sufría de
insomnio. La mujer se mantuvo en sus trece, y le aconsejó leche con miel, y que
consultara con su médico de cabecera. ¡Leche con miel! No era de un resfriado
de lo que tenía que deshacerse, se dijo con una sonrisa fría que le nacía de un
corazón más frío aún; un corazón casi muerto, apenas sustentado por el latido
ansioso de la venganza. Pero no, no había que confundir las palabras, aquello
no era venganza, aquello era justicia, simple justicia. De pronto, sintió mucho
calor, empezó a sudar y notó que los pantalones se le pegaban a la piel. Se
removió en su asiento, cómo era aquello de la Biblia: Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie… ahora
se podría añadir: corazón por corazón.
Sonrió con malicia, y con un dedo afilado aplastó una mosquita diminuta que
había ido a agonizar junto a su vaso.
Descartado el veneno, tomó la
decisión de que el arma, si así se pudiera llamar, sería una bomba. Bomba,
corazón, latido todo redundaba en lo mismo. No pensó mucho en los daños
colaterales, como los llamaban en televisión. Nunca le habían importado los
demás, nadie en el mundo, solo una persona, esa que no tardaría en desaparecer
para siempre. Sus días, sus noches, sus deseos, su amor… habían fluido siempre
hacia aquel ser, de la misma manera que un río caudaloso y vehemente lo hubiera
hecho hacia su único mar. Chasqueó la lengua, como un pequeño látigo húmedo,
ahora eso ya no importaba, se reprendió; y, si alguna vez, le asaltara algún
picor de conciencia, lo acallaría rápidamente diciendo que había sido el fatídico
destino, el culpable de las muertes inocentes que iban a ocurrir en unos
minutos. Dicen que todo está ya escrito de antemano, por tanto, su mano era
solo la forma azarosa que la providencia había elegido para cumplir con su
palabra.
La bomba fue más fácil de fabricar de lo que
esperaba. Ahora con internet casi todo estaba al alcance de cualquiera, y con
instrucciones tan claras y detalladas, que hasta un niño entendería. Pasó
varias horas en la biblioteca del centro consultando el ordenador. Quería algo
con potencia, mucha potencia, afirmó pasando la lengua por los labios resecos.
Solo necesitó un poco de traza y rescatar de su memoria algunos elementales conocimientos
de química, se dijo con cierto orgullo.
El camarero se acercó, le dijo
el importe, y esperó a que le abonara el refresco al tiempo que echaba su
mirada, como una red, al grupo de jóvenes que acababan de ocupar una mesa
cercana.
Mientras iba contando las monedas sonrió para su interior pensando en lo sencillo que había sido también el «colocarla». Un rato antes simuló entrar a consultar los horarios, y la dejó, bien envuelta, en el fondo de la papelera que había en el interior del vestíbulo del cine. Tocando a la sala en la que se proyectaba la película.
Pagó, y dudó si dejar algo de propina, pero al final desistió. No le gustó el
gesto de impaciencia con que el camarero había recogido las monedas. Miró el
reloj: Las 17:53.
Todavía quedaba un buen rato
antes de que fuera la hora de la cena. En la Residencia había dos turnos. Ellos
siempre asistían al primero. Y, por su parte, eso no iba a cambiar, se dijo con
un brillo ladino en los ojos.
Se levantó con torpeza, y se
alejó despacio en dirección al parque.
Cuando sonó la explosión,
nadie se fijó en la dulce anciana que consultaba, con una sonrisa satisfecha,
su relojito de pulsera. Las 18 horas en punto.
María Jesús
Me gusta tu relato querida amiga, tiene mucho suspense. Un abrazo grande
ResponderEliminarMil gracias, amiga. Lo celebro. Un abrazote grande
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