martes, 20 de febrero de 2024





Estaciones de infancia

 

Paraba el tren de latón —rojo y negro— en todas las estaciones de nuestra infancia. Nos llevaba entre pitidos y silencios de una a otra, y después a la siguiente.

Amanecía un día la vida bordada de primavera: calcetines cortos, chaqueta de algodón azul, y los rayos de sol que se alargaban, súbitamente, en las esquinas. La luz entraba a ventilar los grises del invierno, y los ojos soñadores, a través de las ventanas, veían futuros imposibles en las tardes recién lavadas con aroma de geranio. Tardes que se estiraban alrededor de nuestras vidas hacia el cielo y el infierno, hasta que finalmente se fundían con las mañanas luminosas del verano.

Veranos de tirantes y faldas cortas, de noches huérfanas de estrellas. Largas noches que rescataban el sabor a pueblo recién venido, siempre recién llegado, así llevara siglos en la ciudad. Sillas de enea al fresco que aireaban historias lejanas de guerras perdidas y de presentes vividos entre susurros. Tardes de meriendas en nuestras playas, cuyas arenas colonizaban nuestros pies menudos; mañanas de juegos inacabados en las estrechas calles. Veranos que te llenaban de un sudor limpio y dorado, y siestas que se estiraban en el tiempo como chicles rosados.

 Y, de repente, una tarde ya era otoño. Envuelto en un aire cobrizo y lleno de charcos. Impermeable amarillo y botas de goma. La vuelta a la escuela: crecer de curso y de altura; dictados, ejercicios y problemas; el roce de libros nuevos y de la ropa heredada. Boniatos y castañas perfumando las esquinas. Se corrían las cortinas, tenuemente, y se volvía a mirar la vida a través de los visillos. Remendábamos historias de antiguas películas vistas a granel, golondrinas que marchaban y volaban lejos hasta ser sólo un punto en el cielo.

Y ya el invierno asomaba su nariz encarnada, relleno de abrigos —a los que había que bajar el dobladillo—, guantes de lana, calcetines remendados en la punta o el talón. Entrábamos con sonrisas luminosas en la blanca navidad, que siempre era cualquier cosa menos blanca. Y enero nos expulsaba de nuevo a la batalla. Febriles febreros de gripes que te estiraban los huesos y el alma, y luego resonaban tus pasos más duros sobre los adoquines de las calles. Quedaba aún lejos la primavera, y el invierno nos envolvía con su aliento a gris ceniza; los deberes esparcidos sobre la mesa, siempre llena, del comedor; chocolate con pan en la merienda, y las mañanas sin luz de cada día.

Después el tren volvía a arrancar y nos depositaba un poco más viejos y extraños en la nueva, siempre nueva, primavera.

María Jesús

 

 

 

 

 


 

sábado, 10 de febrero de 2024

 




La venganza

 

El verdadero motivo por el que la bruja Maléfica no fue invitada al bautizo de la princesa permaneció enterrado en el olvido durante siglos; sin embargo, el verano pasado un grupo de eminentes doctores de la Universidad de Cambridge —espoleados por sus ansías de saber y por la necesidad de calmar sus acuciantes dudas intelectuales— decidieron investigar los hechos, llegando a la conclusión de que la auténtica razón no fue, como se ha venido creyendo hasta nuestros días, el ninguneo a que fue sometida la hechicera al no ser invitada a la ceremonia del bautismo. No, señores, a Maléfica el bautismo se la traía al pairo ―se han encontrado pruebas fehacientes de que ella profesaba unas creencias animistas ligeramente emparentadas con la religión judía y aderezadas con unas gotas del islamismo más puro―. La razón tuvo su origen en algo tan prosaico y humano como los celos.

Al parecer, la hechicera (una real hembra, a juzgar por los dibujos de la época) mantuvo relaciones adúlteras con el monarca. La reina, que era bastante rencorosilla, ―según anotación al margen de una página del diario íntimo de una de sus damas de compañía, hallado por casualidad en una casa rural de Formentera―, prohibió terminantemente a su esposo que invitara aquella «arpía» al bautizo de su hija.

Maléfica, que no pertenecía a la clase de bruja que se deja poner diques, se disfrazó y se coló en el evento. Como tenía cierta tendencia a dar la nota ―valiosa información ésta, que ha sido transmitida de padres a hijos durante generaciones hasta llegar a nuestros días― esperó el momento de más expectación y, vengándose de la madre en la hija, lanzó una maldición a la inocente criatura. Al cumplir los quince años, Aurora (que así se llamaba la pequeña) entraría en un estado de sopor que le duraría toda la eternidad.

Los años fueron pasando y la niña creció: consentida e impaciente, y sin dar palo al agua, como corresponde a cualquier princesa que se precie. Cuando llegó el día de su decimoquinto aniversario, sus padres, que habían echado en saco roto la maldición de Maléfica, tiraron el palacio por la ventana e invitaron a todos los habitantes del reino: hechiceros, nobles y plebeyos. Todos ellos, bien aleccionados por un bando real que les conminaba a llevar un regalo por cabeza, llegaron con sus presentes y los colocaron juntos sobre una gran mesa alargada.

Aurora, con la boca chica, —según la información extraída del dietario del chambelán de palacio por dos de los eruditos investigadores— dijo aquello de: «¿Para qué os habéis molestado? Si no hacía falta», y acto seguido empezó a desenvolver regalos como una posesa. El último fue un pequeño objeto luminoso y sonoro que, al parecer, funcionaba con un chip y una tarjeta prepago. Fuentes fidedignas, consultadas por los sesudos doctores de Cambridge, afirman que la princesa lo tomó en sus manos con un cierto asombro, pero rápidamente quedó subyugada por él y empezó a teclear en el aparatejo. Sus padres se miraron consternados y, aunque no hay constancia de ello, es de suponer que con toda probabilidad en aquel momento se les vendría a la memoria la taimada maldición.

Según consta en las conclusiones finales del docto artículo universitario: las carcajadas de Maléfica se estuvieron oyendo por todo el reino durante un par de semanas, cosa nada extraña si se tiene en cuenta su tendencia al histrionismo, y a que el reino era más bien de dimensiones chiquitajas.

María Jesús