Estaciones
de infancia
Paraba el tren de latón —rojo y negro— en todas
las estaciones de nuestra infancia. Nos llevaba entre pitidos y silencios de
una a otra, y después a la siguiente.
Amanecía un día la vida
bordada de primavera: calcetines cortos, chaqueta de algodón azul, y los rayos
de sol que se alargaban, súbitamente, en las esquinas. La luz entraba a
ventilar los grises del invierno, y los ojos soñadores, a través de las
ventanas, veían futuros imposibles en las tardes recién lavadas con aroma de
geranio. Tardes que se estiraban alrededor de nuestras vidas hacia el cielo y
el infierno, hasta que finalmente se fundían con las mañanas luminosas del
verano.
Veranos de tirantes y faldas
cortas, de noches huérfanas de estrellas. Largas noches que rescataban el sabor
a pueblo recién venido, siempre recién llegado, así llevara siglos en la
ciudad. Sillas de enea al fresco que aireaban historias lejanas de guerras
perdidas y de presentes vividos entre susurros. Tardes de meriendas en nuestras
playas, cuyas arenas colonizaban nuestros pies menudos; mañanas de juegos
inacabados en las estrechas calles. Veranos que te llenaban de un sudor limpio
y dorado, y siestas que se estiraban en el tiempo como chicles rosados.
Y, de repente, una tarde ya era otoño. Envuelto
en un aire cobrizo y lleno de charcos. Impermeable amarillo y botas de goma. La
vuelta a la escuela: crecer de curso y de altura; dictados, ejercicios y
problemas; el roce de libros nuevos y de la ropa heredada. Boniatos y castañas
perfumando las esquinas. Se corrían las cortinas, tenuemente, y se volvía a
mirar la vida a través de los visillos. Remendábamos historias de antiguas
películas vistas a granel, golondrinas que marchaban y volaban lejos hasta ser
sólo un punto en el cielo.
Y ya el invierno asomaba su
nariz encarnada, relleno de abrigos —a los que había que bajar el dobladillo—,
guantes de lana, calcetines remendados en la punta o el talón. Entrábamos con
sonrisas luminosas en la blanca navidad, que siempre era cualquier cosa menos
blanca. Y enero nos expulsaba de nuevo a la batalla. Febriles febreros de
gripes que te estiraban los huesos y el alma, y luego resonaban tus pasos más
duros sobre los adoquines de las calles. Quedaba aún lejos la primavera, y el
invierno nos envolvía con su aliento a gris ceniza; los deberes esparcidos
sobre la mesa, siempre llena, del comedor; chocolate con pan en la merienda, y
las mañanas sin luz de cada día.
Después el tren volvía a
arrancar y nos depositaba un poco más viejos y extraños en la nueva, siempre nueva,
primavera.
María Jesús
Que bien vas pasando de una estación a otra con metáforas y buena rima, felicidades amiga. Un abrazo grande
ResponderEliminarMil gracias, Maribel. Me alegro mucho de que te haya gustado. Un abrazo fuerte, amiga
Eliminar