sábado, 29 de junio de 2024

 


                                                 "Susan Savenstock", autora: Nelly Harvey

Unos guantes de rejilla

A Rosalía le regalaron unos guantes blancos. Unos guantes de rejilla, llenos de diminutos agujeros. Eran de algodón y fue él quien se los trajo de uno de sus viajes. Se los dio un atardecer, el mismo en que ambos se juraron amor eterno. Rosalía los guardó en uno de los cajones de su enorme armario de caoba.

Los enamorados vivían en una ciudad portuaria, él era marino mercante y realizaba largos viajes a tierras lejanas, pero eso a Rosalía no le importaba, pasaba sus ausencias tejiendo ajuares y, mirando y remirando una foto de color sepia en la que su amor aparecía de pie, mirada al frente, esbozo de sonrisa e uniforme de gala.

Un verano, él partió hacia unas colonias lejanas, y Rosalía lo despidió desde el viejo puerto gris, agitando su mano y acallando las quejas de su corazón.

Los días pasaron, los meses también y las cartas se fueron haciendo cada vez más escasas, como si les costará cruzar el mar.

A finales de la primavera volvió el barco, pero él no regresó. Un compañero de alma caritativa, se apiadó de Rosalía, y le dijo que su prometido había fallecido de fiebres tifoideas en una pequeña isla en la que habían desembarcado. Pensó que la verdad la lastimaría más, que mejor una mentira piadosa que le permitiera guardar intacto el recuerdo de su amado; porque, a fin de cuentas, pensaba, el que quedó allí casado con otra mujer, era, debía de ser ya, otro hombre.

Rosalía lloró, con un desconsuelo que le duró muchos meses, aquel amor de juventud. Nunca supo la verdad de lo sucedido, ni jamás volvió a enamorarse, aunque sí se casó, esta vez con alguien de tierra firme con el que tuvo un par de hijos y una hija.

Al correr de los años, Rosalía, ya viuda, y con los hijos viviendo lejos de ella, vendió su casa familiar y regresó al hogar de su infancia y juventud, en la gris ciudad portuaria, y allí vivió, cuidada por un par de viejas criadas, hasta el fin de sus días.

Cuando falleció, quizá por una broma del destino, de fiebres tifoideas, un par de nietos viajaron hasta aquella ciudad para deshacer la casa. Al vaciar el armario, grande y de caoba, de su dormitorio, encontraron perdidos detrás de un cajón una foto picada por los años y par de guantes de rejilla, apenas sin usar, pero ya amarillentos y resecos. Como una rosa que se hubiera marchitado sin que nadie conociera su fragancia.

María Jesús

 

 

 

jueves, 20 de junio de 2024

 




Todo es fácil hoy

 

Todo es fácil hoy:

Descifrar el lenguaje de una estrella,

hacer collares de arena,

vivir en paz,

Todo es fácil hoy:

hacer florecer naranjos bajo el mar,

apagar con un soplo las tristezas,

resucitar a los muertos,

Todo es fácil hoy,

Danzar en la punta de una aguja,

Cabalgar una gaviota,

Limpiar de maldad el planeta

Todo es fácil hoy

Todo…

menos volverte a ver

otra vez

 

María Jesús

 

 

martes, 11 de junio de 2024

 



Preferencias

 

En casa éramos muchos. Demasiados. Mamá, entre colada y puchero, siempre decía que no se acostumbraba a compartir tan poco espacio entre tantos.

Hacía años, el abuelo se había enfadado con mis padres, especialmente con mamá, y los había echado de casa. «Una casa, explicaba mamá, inmensa y colorida, llena de árboles, plantas agradecidas y animales obedientes, no como estos, se quejaba observando a su alrededor». «En aquel lugar todo estaba al alcance de la mano, solo tenías que desear algo para tenerlo en el momento», suspiraba. Pero el abuelo era un tirano cascarrabias y consentido y, por una rebeldía de juventud, se había puesto hecho un basilisco y había expulsado de aquel paraíso a mis padres.

A mamá no le caía bien el abuelo. A papá no sé, porque nunca decía nada, él solo trabajaba y sudaba. Mamá también sudaba y trabajaba, pero se quejaba.

Al nacer nosotros, los primogénitos, ambos del mismo parto, el abuelo, que en teoría no veíamos, pero que siempre estaba rondando por casa, ojo avizor, tomó partido por mi hermano. Cuando pasaron los años y llegamos a la edad adulta a él le regaló un hermoso rebaño de cabras y ovejas y a mí un paquete de semillas de tomates, y ahí te las compongas.

Mi madre se quejó de la injusticia, mi padre no dijo nada y mi hermano corrió a sacrificar un corderillo en honor del abuelo, que ni siquiera comía carne, bueno, ni nada, pero esa es otra historia.

Todo aquello me enfureció, pero callé y me fui a plantar mis semillas. Con el correr de los años, mi hermano, en su carrera de peloteo máximo al abuelo, fue sacrificando a diferentes criaturas del rebaño, ante las quejas de mamá, el silencio de papá y la sonrisa omnipresente del abuelo.

No sé si esto será un atenuante, pero un día en que las llamas del altar donde sacrificaba a sus animalillos, alcanzó una parte de mi sembrado y dio al traste con mis matas de tomates, se me hinchó la vena del cuello, tomé mi hacha y maté a mi hermano, ese asesino en serie de ovejas y cabras.

Lo demás es historia —sagrada—.

 

María Jesús