Las visitas de doña Elisa
Desde
que cumplió los ochenta, cada domingo, sobre las cinco, doña Elisa salía de
casa y empezaba su ronda de visitas. Iba, por riguroso orden de consanguinidad,
a ver a sus familiares, mayormente sobrinos, porque los hermanos ya habían
fallecido. Doña Elisa, ciertamente, había sido siempre una persona avanzada que
había vivido en el futuro, sin por ello alardear o darse pisto. Toda su vida
había sido una mujer precavida y ordenada en todos sus quehaceres. Nació,
creció, maduró, enterró al padre y luego a la madre y, finalmente, a un par de
hermanos que la precedían en edad.
En
cuanto llegaba el otoño preparaba el invierno; el primer día de primavera ya
sacaba la ropa de verano. Organizaba su despensa con el esmero de un cocinero
en un barco de guerra; así que a primeros de mes, ya sabía lo que cenaría el
último día de este; la sola presunción de una sombra sobre su ropa, conducía a
esta directamente al lavadero; ante el primer golpe de tos, ya se preparaba la
medicación para una posible y taimada gripe que, tal vez, anduviera ya en
camino. Era mujer, también, de dejar sus labores acabadas; tanto daba que fuera
la última página del capítulo de la novela que anduviera leyendo, la última
vuelta del tejido de una bufanda o el último plato, y a menudo el único, por
recoger de su cocina.
La
mujer acababa de cumplir los ochenta y cinco años, así que eran cinco ya los
años que llevaba ejerciendo la dulce tarea de despedirse de sus seres queridos,
por si la muerte tomaba atajo y la sorprendía durmiendo en el presente.
Eso
sí, al salir de casa, doña Elisa nunca olvidaba su paraguas, porque el clima de
aquel pueblecito del norte era de lo más informal. Nunca sabía una cuando
cambiaría; y, una cosa era morir, y otra pillar una pulmonía.
María Jesús