miércoles, 30 de octubre de 2024

 




Las visitas de doña Elisa

 

Desde que cumplió los ochenta, cada domingo, sobre las cinco, doña Elisa salía de casa y empezaba su ronda de visitas. Iba, por riguroso orden de consanguinidad, a ver a sus familiares, mayormente sobrinos, porque los hermanos ya habían fallecido. Doña Elisa, ciertamente, había sido siempre una persona avanzada que había vivido en el futuro, sin por ello alardear o darse pisto. Toda su vida había sido una mujer precavida y ordenada en todos sus quehaceres. Nació, creció, maduró, enterró al padre y luego a la madre y, finalmente, a un par de hermanos que la precedían en edad.

En cuanto llegaba el otoño preparaba el invierno; el primer día de primavera ya sacaba la ropa de verano. Organizaba su despensa con el esmero de un cocinero en un barco de guerra; así que a primeros de mes, ya sabía lo que cenaría el último día de este; la sola presunción de una sombra sobre su ropa, conducía a esta directamente al lavadero; ante el primer golpe de tos, ya se preparaba la medicación para una posible y taimada gripe que, tal vez, anduviera ya en camino. Era mujer, también, de dejar sus labores acabadas; tanto daba que fuera la última página del capítulo de la novela que anduviera leyendo, la última vuelta del tejido de una bufanda o el último plato, y a menudo el único, por recoger de su cocina.

La mujer acababa de cumplir los ochenta y cinco años, así que eran cinco ya los años que llevaba ejerciendo la dulce tarea de despedirse de sus seres queridos, por si la muerte tomaba atajo y la sorprendía durmiendo en el presente.

Eso sí, al salir de casa, doña Elisa nunca olvidaba su paraguas, porque el clima de aquel pueblecito del norte era de lo más informal. Nunca sabía una cuando cambiaría; y, una cosa era morir, y otra pillar una pulmonía.

María Jesús

 

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