He ahí la muerte, un
residuo azulado…
A veces las líneas de la muerte se entrelazan
de manera similar a como lo hacen las líneas de la vida.
Nuestro profesor de filosofía
solía repetirnos este pensamiento, y de tal manera debió de quedar grabado en
mi mente que, ahora, muchos años después, en este instante en que mis pies
vacilan al borde del abismo de la muerte, vuelve a mí.
Don Marcos Morató se sentaba
en el filo de la pesada mesa de madera del aula, donde impartía aquella
asignatura de bachillerato, nos miraba a todos por encima de sus gafas de leve
montura y, después de soltarnos la máxima anterior, pasaba a relatarnos la
muerte paralela de dos personas tan distintas como la de un poeta burgués,
medio judío y alemán, y la de un obrero de una fábrica, latino, católico y de
procedencia rural. El poeta era más que culto, el obrero era por completo
analfabeto. El poeta era hijo único, el obrero era el quinto de ocho hermanos.
Se llamaba Tomás —el apellido no importaba— como tampoco importaba el nombre de
pila de aquel poeta alemán, cuyo apellido era Rilke.
Aquellos dos seres nunca
coincidieron en su vida, se ignoraban absolutamente y, sin embargo, la muerte
utilizó similar rúbrica para acabar con sus vidas en el mismo instante.
El poeta cortaba rosas para hacerle
un ramo a una mujer y se pinchó con la espina de una de ellas. Es cierto que su
salud nunca fue muy buena, pero el simple y frágil pinchazo de la espina de una
rosa aceleró el proceso de su marcha. A su muerte se la llamó septicemia.
El obrero volvía de trabajar
de la fábrica, y esperaba pacientemente el tranvía; cuando éste llegó, bajó de
él una señorita con unos bonitos zapatos de estilizado tacón, el hombre,
caballeroso, la ayudó a bajar. Uno de los tacones de la mujer se clavó—con la
misma precisión que un estilete afilado— en su pie derecho, apenas si cubierto
por una vieja alpargata de algodón. Tomás era robusto y nunca había estado
enfermo, pero aquella herida, en la que apenas reparó al principio, fue
creciendo en profundidad y dolor como un amor despechado; en aquel tiempo no
había penicilina, y si la hubiera habido quizá tampoco hubiera estado a su
alcance, el caso es que Tomás se fue. A su muerte la llamaron gangrena.
Ambos hombres fallecieron
aquel mismo año 26, la fría madrugada de un veintinueve de diciembre. Uno dejó
un hermoso legado literario, el otro, una viuda y un hijo pequeño: «Mi padre»,
confesaba el profesor con voz neutra, y luego comentaba que en aquello se
encerraba, como pequeños copos de falsa nieve en una transparente bola de
cristal, los más variados conceptos: las clases sociales, la poesía de las
cosas sencillas, el azar… incluso, decía él, la relatividad del espacio y el
tiempo.
Y, mientras se ajustaba los
frágiles lentes y expandía su mirada alrededor de la clase, don Marcos Morató,
afirmaba que, en aquella extraña coincidencia, se encontraba la única verdad
incuestionable que tiene la existencia: la muerte.
María Jesús