Finalista en el 21ª edició Premi Relats en femení
del Centre cultural Sagrada Familía
Cuando
todo acabe
Cada mañana, Elvira, al levantarse hace los
suaves estiramientos que le recomendó la doctora. No es que ella tenga mucha fe
en que con esos cuatro movimientos se le vayan a espabilar los huesos, pero por
no mentir cuando va a la consulta de aquella jovencita de ojos grandes y mirada
seria, los hace cada día. Cuando oye el tercer crujido, se detiene, como si
fuera el timbre de un teatro. Hasta aquí, se dice aliviada. Luego va al baño y
se asea, en los últimos tiempos, desde que todo empezó, hasta se pone un poquito
de colonia, de esa fresquita que huele a flores, que le regalaron en la tienda.
Después desayuna, su café con leche, sagrado, se ponga cómo se ponga la de los
ojos grandes, y unas galletas redondas, que tienen avena, o eso dicen, porque
ella se fía poco de los anuncios, también dicen que sirve para el tránsito intestinal, vamos, el ir de cuerpo de toda la vida, sonríe Elvira siempre
que lo lee.
Mientras friega los cuatro
cacharros que ha utilizado, ya empieza a sentirse nerviosa, esa inquietud alegre
de cuando se espera algo bueno e inmediato, y que hace tanto tiempo que no
sentía. Ordena apresuradamente, con manos más torpes de lo habitual, la casa,
aunque, la verdad, en aquel piso diminuto poco espacio hay para el desorden, y,
después ya, liberada del quehacer diario, se acerca ligera a la ventana del
comedor y la abre de par en par, como dándole paso al sol.
Sus ojos parecen agrandarse
intentando captar el mundo exterior, que desde que todo empezó, se encierra en
el edificio de enfrente o, mejor, en el trozo de ese edificio que su mirada
puede abarcar.
Espera impaciente. Sabe que
pronto llegarán los saludos. Sonrisas de la joven que desayuna en su balcón, un
ligero movimiento de cabeza del señor de más abajo… desde arriba los sonidos de
una guitarra tanteando una canción, la niña morenita, más cercana, que mece un
peluche entre sus brazos y le sonríe con su boca mellada… la señora Jacinta, de
esta sí que sabe el nombre porque la conoce de comprar en el mercado, la saluda
agitando el trapo con el que acaba de limpiar la barandilla, como si saludara a
un barquito en alta mar. También sale aquel matrimonio mayor, que andan siempre
con un libro o un diario entre las manos, y le dirigen una mirada amistosa, o
al menos, así la recibe Elvira; poco después aparece el jovencito, bueno quizá
no tan jovencito porque ya fuma, ¡y de buena mañana!, se lamenta la mujer, que
siempre frunce un poco el ceño cuando lo ve, igual que lo haría con su propio
hijo, si la vida le hubiera dado alguno.
La mujer mira inquieta hacia
el edificio de al lado…ah, ahí está, se dice cuando ve aparecer al hombre,
siempre en mangas de camisa, siempre arrastrando los pies con zapatillas y
sosteniendo con firmeza la jaula del pájaro, un canario, le parece a ella que,
aunque entiende poco de aves, distingue el color amarillo en el plumaje del
animal. El hombre mira hacia su ventana, y alza tímidamente una mano a modo de
buenos días, luego cruza los brazos y los apoya en la baranda, se gira, y
parece decirle algo al pajarillo. Elvira piensa, que a juzgar por los trinos
que le llegan, aquel canario tiene más pulmones que oído.
Sonríe para sí, y se maravilla
por enésima vez, de lo que han conseguido en poco tiempo unos aplausos
encadenados de balcón a balcón, han puesto rostro a los edificios anónimos, han
abierto sonrisas, gestos de complicidad entre las personas, que se entienden
sin palabras.
Elvira suspira casi feliz, y
piensa en lo sola que estaba antes, sin saberlo, y se pregunta, con un punto de
tristeza, si cuando todo aquello pase volverá a esa soledad de sus mañanas y
sus tardes, que ahora le parece tan lejana.
María Jesús