viernes, 28 de enero de 2022

 



Dos por uno

                                Florum fasciculus  (uno)

   

Don Eusebio Camprubí de las Torres salió de su elegante residencia con porte erguido y paso presto.

    Se dirigía al sepelio de su amigo, Teodoro Sigüenza, eminente profesor de botánica, que había fenecido a consecuencia de un aneurisma cerebral.

    Al contrario de lo que su porte y movimientos pudieran dejar entrever, el señor Camprubí se encontraba hondamente afectado por el deceso.

    El finado y él se conocían desde su más tierna infancia; «tiempos remotos, sin duda», sonrió con tristeza don Eusebio, y a su memoria acudieron imágenes de impúberes retozos, de cándidas travesuras compartidas en las tardes del estío. Surgieron, asimismo, borrosas, las imágenes de dos adolescentes espigados y estudiosos que anhelaban el conocimiento y los laureles de la fama… la fama: Vanitas vanitatum et ómnia vanitas, filosofó con gesto desencantado; más tarde llegó la juventud «Divino tesoro, que se fue para no volver» como, tan acertadamente, consignó el vate, posteriormente la elección de las respectivas carreras universitarias y la bifurcación de sus caminos.

    Los avatares de la vida los habían conducido a menudo a destinos dispares, no obstante, ambos, bien gracias al género epistolar, bien gracias a escasos encuentros, breves, pero intensos, que les servían, no ya para ponerse al día de sus júbilos y cuitas, menester que cubrían sobradamente con sus misivas, sino para darse un viril y comedido abrazo y confirmar los estragos que, la acerada zarpa del tiempo, ocasionaba en sus respectivas morfologías, se habían mantenido en contacto.

    Don Eusebio que había ejercido, durante la mayor parte de su existencia la docencia universitaria en una prestigiosa universidad germana, obteniendo justa fama de hombre docto, pero exigente y poco dado a la sensiblería y la conmiseración, llevaba morando, en un plácido y áureo retiro, el último decenio de su vida.

    Soltero, de carácter severo y adusto y sin afectos demasiado allegados, invertía sus días al gusto de Voltaire, enriqueciendo sus minutos, sin ocasionar mal a nadie, en la relectura de sus venerados textos clásicos y en el cuidado de un pequeño jardín.

    De aquel Edén en miniatura, del que don Eusebio sentíase harto ufano, había seleccionado y cortado, no sin cierto sonrojo, un hermoso ramillete de zinias variadas.

    La elección le parecía realmente apropiada, «un postrer acto de amistad», ponderó mientras detenía un taxi y le facilitaba a su auriga la dirección del tanatorio, porque si la memoria no le era infiel, la zinnia elegans, apelativo con el que sin duda su erudito amigo se hubiera referido a la flor, significaba: En recuerdo de los amigos ausentes.

 

El manojo de flores (dos)

 

Don Eugenio Camprubí de las Torres salió zumbando, pero más recto qu’ una estaca, de su emperifollao nido.

    Iba al velorio d’ un colega, Teodoro Sigüenza, profe de flores y demás hierbajos, que l’ había espichao porque el tarro l’ había petao, sin avisar.

    El tipo aunque naide lo diría, tan tieso y compuesto, iba muy sentio por dentro.

    El fiambre y él se conocían desde qu’ eran un par de mocosos, «Me cago en la puta cómo pasa el tiempo», sonrió acongojao don Eusebio de mientras que s’ iba recordando de cuando, eran dos ñajos y hacían barrabasadas a to quisque que se pusiera en su camino, y luego después, ya mozos, unos chavales flacos como palillos de mondar y con grandes entendederas pa  l’estudio, que pensaban que s’ iban a comer el mundo, le dio al magín don Eugenio mohíno. En pasando el tiempo llegó la juventud «divino tesoro» que cantaba aquél y a la miaja, los estudios de carrera y d’ ahí cada uno con su sino.

    Las revueltas de la vida los había llevao P’aqui y p’allá, pero gracias a los escritos que se mandaron y a los encuentros que tuvieron, cortos, pero cabales, que les venían bien no ya pa estar al loro, de sus penas y alegrías, qu’ eso ya l’ hacían por las esquelas que se mandaban el uno al otro, sino pa darse un buen achuchón entre machos, sin mariconeos, y ver como el cabrón del tiempo los había tatuao a base de bien a los dos, s’ habían seguio guipando de ciento en viento.

    Don Eusebio había currao, mayormente, dando clases en una universidad alemana de postín, dónde se ganó a pulso la fama de lumbrera, pero también la de cardo borriquero por su carácter algo jodidillo y poco daó a la compasión, ahora llevaba retirao, viviendo como un marajá, diez años.

    Solterón, de talante agrio y resecón y sin tener demasiaos cariños por naide, triscaba los días, sin hacer mal a persona alguna, repasando los libracos antiguos de su alma y trasteando por el jardín

    Del jardincillo, con el que don Eusebio, andaba más hinchao qu’ un pavo, arrancó, poniéndose colorao como un tomate, un manojo de florecicas de colores

    L’ había parecio una idea morrocotua, un último detalle d’ un colega como Dios manda, rumió mientras paraba a un taxi y le daba al cochero la dirección del velorio, porque si el tarro no le fallaba, las florecicas, que el coco de su colega hubiera llamao zinnia elegans en su jerga, traducidas al cristiano, querían decir: Pa recordarse de los compinches que la diñaron.

María Jesús

jueves, 20 de enero de 2022

 



En un principio fue el agua

 

En un principio fue el agua

y creó la tierra,

en un principio fue el aire

y creó al sol,

en un principio fue el pez

y creó al ave,

en un principio fue el hombre

y creó a Dios

                                           María Jesús

 

jueves, 13 de enero de 2022

 



Las vidas de Lola

 

Desde pequeñita Lola solo tenía un afán, pero era un afán muy ambicioso. Quería vivir muchas vidas.

Un día Lola decidió ser trompetista, así que bajó a comprarse una trompeta y unas cuantas partituras en la tienda de la esquina. Poco a poco descifró aquellas notas que, parecían pajaritos sobre cables de la luz, y tocó alguna canción. Cerró los ojos y el olor a humo y bourbon, la poseyó como lo haría un buen perfume. La deslumbró el brillo de los blancos dientes del pianista que la acompañaba siguiéndole el ritmo sin perderse. Se empapó de la tristeza de aquel local de entreguerras, del que no sabía el nombre, luego abrió los ojos.

Otro día Lola decidió ser viajante de comercio y recorrer mundo. Se compró unas buenas zapatillas de deporte y un maletín para llevar las muestras de los productos —todavía no había decidido cuales serían—, y dando un par de vueltas por su comedor, se vio sentada en un tren, de aquellos que corren tanto que el paisaje se difumina a través de las ventanas. Charló con la abuelita que iba sentada a su lado, le regaló un caramelo a la niña de las trenzas que iba enfrente e, incluso consiguió venderle una bobina de buen hilo azul marino —eso era finalmente lo que contenía su maletín—, a un señor muy trajeado que hablaba por el móvil, arriba y abajo del pasillo, como si persiguiera alguna presa. Pronto el tren entró en un túnel y Lola volvió al comedor de casa.

Una tarde al merendar Lola decidió que se haría repostera. Compró harina, huevos, azúcar y leche y se puso a hornear dulces bollos, que luego repartió por la escalera a todos los vecinos. Sus manos y su pelo se perfumaron con el aroma de la miel y el calor de los pasteles, su corazón se esponjó como una masa bien horneada, pero los ingredientes se acabaron y la cocina quedó hecha un desastre. Lola tardó tres horas en recogerla, para cuando acabó ya estaba oscureciendo.

Una noche al acostarse Lola decidió que sería abogada. Defendería a los inocentes ante las leyes injustas, se dijo colocándose la toga y el birrete como si fueran el pijama. De pronto el olor a madera vieja y las miradas llenas de miedo y esperanza la rodearon y, cuando sonó el golpe seco de la maza del juez sobre el estrado, sintió un escalofrío y se quedó dormida.

Esta mañana al despertar, Lola se encontró con que era una mujer muy vieja, no recordó haber decidido eso en ningún momento de su vida o de sus sueños, pero ahí estaban esas manos arrugadas, esas rodillas artríticas, esos ojos mortecinos, ese corazón desacompasado… era toda una abuela y, ahora, su único afán consistía en vivir un día más, sin importarle en qué vida lo hiciera.

María Jesús

 

 

 

lunes, 3 de enero de 2022

 


La figurita

 

Aquel fue el primer año en que la figura del roscón no le tocó a nadie. Ni a mi hermana Elisa, que solía ser una de las afortunadas; ni a mi hermano Néstor, otro con buena suerte en el reparto; ni a mi madre, que siempre distribuía los trozos; ni a mi padre que solía quedarse el más pequeño de todos porque decía que el dulce no le gustaba, aunque luego lo veías comer turrones sobrantes a dos carrillos durante toda la tarde. Tampoco tuvo suerte el tío Abelardo, soltero y, más aficionado a la copa que al rosco. Ni siquiera la abuela, que llevaba un par de meses guardando cama, llena de toses y jadeos, y que se había levantado especialmente para participar y probar suerte con la figurita; ni, por supuesto, al abuelo, que tenía terminantemente prohibido por los médicos el dulce, y nunca lo probaba; tampoco le salió a la tita Eloísa, que siempre pedía «un trocito de nada» porque había que cuidar  la línea; ni a mí, el más pequeño de la familia, que contaba con dos reyecitos y una mariposa, todas ellas de plástico pintado, en mi palmarés de la fortuna.

Todos sabíamos que, según la tradición, a quien le tocara la figurita dispondría de un año de salud, buena suerte y de deseos cumplidos, por eso nos sentimos estafados y miramos con el ceño fruncido al abuelo, que había sido el encargado de traer el roscón a casa; la abuela incluso le dio un pequeño pescozón, entre un baile de toses secas que la dejó sin aliento durante unos minutos y, provocó la mirada preocupada de los ojos adultos. El pobre abuelo, azorado, nos dijo que igual al pastelero se le había olvidado ponerla dentro al amasar el dulce o, que era tan pequeña que alguien la tragó sin darse cuenta. «Tal vez, dijo mamá acudiendo al auxilio de su padre, la figura fuera esta vez un anís de caramelo, de esos de papel de plata que se tragan sin sentir». Aquello ni nos consoló ni nos convenció, pero asumimos que aquel año no había figurita y pasamos a otra cosa.

Cuando a finales de aquella primavera la abuela nos dejó, según me explicó mamá con ojos enrojecidos, «para ir al cielo» —al parecer un lugar mucho mejor que la tierra— me mandaron que pasara más tiempo con el abuelo, que le hiciera compañía para que no se sintiera tan solo. Yo siempre fui su preferido, dijeron y, además, era el que tenía más tiempo libre y menos obligaciones. Así, que a veces me sentaba frente a él, e intentaba engatusarlo para jugar al dominó o a las cartas de las familias; otras, le instaba para salir al parque, o para que me llevara al cine a ver una de vaqueros, que a los dos nos encantaban. El abuelo obedecía desganado y yo lo sentía cada vez más lejano como la luz de una estrella que se fuera apagando.

Una tarde, poco antes de Navidad, al entrar en su dormitorio para avisarle de que la cena ya estaba en la mesa, lo vi sentado en su butaca, absorto, casi en penumbra, solo iluminado por la débil luz de una lamparilla de mesa. Miraba fijamente una fotografía de mi abuela y entre sus manos daba vueltas y vueltas a un pequeño rey de plástico amarillo. Nunca antes lo había visto, pero lo reconocí enseguida.

Desde entonces me da igual que me toque o no la figurita del roscón.

María Jesús