La
figurita
Aquel fue el primer año en que la figura del
roscón no le tocó a nadie. Ni a mi hermana Elisa, que solía ser una de las
afortunadas; ni a mi hermano Néstor, otro con buena suerte en el reparto; ni a
mi madre, que siempre distribuía los trozos; ni a mi padre que solía quedarse
el más pequeño de todos porque decía que el dulce no le gustaba, aunque luego
lo veías comer turrones sobrantes a dos carrillos durante toda la tarde.
Tampoco tuvo suerte el tío Abelardo, soltero y, más aficionado a la copa que al
rosco. Ni siquiera la abuela, que llevaba un par de meses guardando cama, llena
de toses y jadeos, y que se había levantado especialmente para participar y
probar suerte con la figurita; ni, por supuesto, al abuelo, que tenía
terminantemente prohibido por los médicos el dulce, y nunca lo probaba; tampoco
le salió a la tita Eloísa, que siempre pedía «un trocito de nada» porque había
que cuidar la línea; ni a mí, el más
pequeño de la familia, que contaba con dos reyecitos y una mariposa, todas
ellas de plástico pintado, en mi palmarés de la fortuna.
Todos sabíamos que, según la
tradición, a quien le tocara la figurita dispondría de un año de salud, buena
suerte y de deseos cumplidos, por eso nos sentimos estafados y miramos con el
ceño fruncido al abuelo, que había sido el encargado de traer el roscón a casa;
la abuela incluso le dio un pequeño pescozón, entre un baile de toses secas que
la dejó sin aliento durante unos minutos y, provocó la mirada preocupada de los
ojos adultos. El pobre abuelo, azorado, nos dijo que igual al pastelero se le
había olvidado ponerla dentro al amasar el dulce o, que era tan pequeña que
alguien la tragó sin darse cuenta. «Tal vez, dijo mamá acudiendo al auxilio de
su padre, la figura fuera esta vez un anís de caramelo, de esos de papel de
plata que se tragan sin sentir». Aquello ni nos consoló ni nos convenció, pero
asumimos que aquel año no había figurita y pasamos a otra cosa.
Cuando a finales de aquella
primavera la abuela nos dejó, según me explicó mamá con ojos enrojecidos, «para
ir al cielo» —al parecer un lugar mucho mejor que la tierra— me mandaron que
pasara más tiempo con el abuelo, que le hiciera compañía para que no se
sintiera tan solo. Yo siempre fui su preferido, dijeron y, además, era el que
tenía más tiempo libre y menos obligaciones. Así, que a veces me sentaba frente
a él, e intentaba engatusarlo para jugar al dominó o a las cartas de las
familias; otras, le instaba para salir al parque, o para que me llevara al cine
a ver una de vaqueros, que a los dos nos encantaban. El abuelo obedecía
desganado y yo lo sentía cada vez más lejano como la luz de una estrella que se
fuera apagando.
Una tarde, poco antes de
Navidad, al entrar en su dormitorio para avisarle de que la cena ya estaba en
la mesa, lo vi sentado en su butaca, absorto, casi en penumbra, solo iluminado
por la débil luz de una lamparilla de mesa. Miraba fijamente una fotografía de
mi abuela y entre sus manos daba vueltas y vueltas a un pequeño rey de plástico
amarillo. Nunca antes lo había visto, pero lo reconocí enseguida.
Desde entonces me da igual que
me toque o no la figurita del roscón.
María Jesús
Muy emotivo y muy bien escrito. Me gusta
ResponderEliminar¡Muchas gracias! Me alegro de que te guste. Un beso.
ResponderEliminar¡Muchas gracias! Me alegro de que te haya gustado. Un beso.
ResponderEliminarDe una pequeña cosa has sacado un relato que atrae al lector. Me ha gustado mucho, besos.
ResponderEliminarMuchas gracias, Maribel. Me alegra que te haya gustado. Un abrazo de los grandes.
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