lunes, 3 de enero de 2022

 


La figurita

 

Aquel fue el primer año en que la figura del roscón no le tocó a nadie. Ni a mi hermana Elisa, que solía ser una de las afortunadas; ni a mi hermano Néstor, otro con buena suerte en el reparto; ni a mi madre, que siempre distribuía los trozos; ni a mi padre que solía quedarse el más pequeño de todos porque decía que el dulce no le gustaba, aunque luego lo veías comer turrones sobrantes a dos carrillos durante toda la tarde. Tampoco tuvo suerte el tío Abelardo, soltero y, más aficionado a la copa que al rosco. Ni siquiera la abuela, que llevaba un par de meses guardando cama, llena de toses y jadeos, y que se había levantado especialmente para participar y probar suerte con la figurita; ni, por supuesto, al abuelo, que tenía terminantemente prohibido por los médicos el dulce, y nunca lo probaba; tampoco le salió a la tita Eloísa, que siempre pedía «un trocito de nada» porque había que cuidar  la línea; ni a mí, el más pequeño de la familia, que contaba con dos reyecitos y una mariposa, todas ellas de plástico pintado, en mi palmarés de la fortuna.

Todos sabíamos que, según la tradición, a quien le tocara la figurita dispondría de un año de salud, buena suerte y de deseos cumplidos, por eso nos sentimos estafados y miramos con el ceño fruncido al abuelo, que había sido el encargado de traer el roscón a casa; la abuela incluso le dio un pequeño pescozón, entre un baile de toses secas que la dejó sin aliento durante unos minutos y, provocó la mirada preocupada de los ojos adultos. El pobre abuelo, azorado, nos dijo que igual al pastelero se le había olvidado ponerla dentro al amasar el dulce o, que era tan pequeña que alguien la tragó sin darse cuenta. «Tal vez, dijo mamá acudiendo al auxilio de su padre, la figura fuera esta vez un anís de caramelo, de esos de papel de plata que se tragan sin sentir». Aquello ni nos consoló ni nos convenció, pero asumimos que aquel año no había figurita y pasamos a otra cosa.

Cuando a finales de aquella primavera la abuela nos dejó, según me explicó mamá con ojos enrojecidos, «para ir al cielo» —al parecer un lugar mucho mejor que la tierra— me mandaron que pasara más tiempo con el abuelo, que le hiciera compañía para que no se sintiera tan solo. Yo siempre fui su preferido, dijeron y, además, era el que tenía más tiempo libre y menos obligaciones. Así, que a veces me sentaba frente a él, e intentaba engatusarlo para jugar al dominó o a las cartas de las familias; otras, le instaba para salir al parque, o para que me llevara al cine a ver una de vaqueros, que a los dos nos encantaban. El abuelo obedecía desganado y yo lo sentía cada vez más lejano como la luz de una estrella que se fuera apagando.

Una tarde, poco antes de Navidad, al entrar en su dormitorio para avisarle de que la cena ya estaba en la mesa, lo vi sentado en su butaca, absorto, casi en penumbra, solo iluminado por la débil luz de una lamparilla de mesa. Miraba fijamente una fotografía de mi abuela y entre sus manos daba vueltas y vueltas a un pequeño rey de plástico amarillo. Nunca antes lo había visto, pero lo reconocí enseguida.

Desde entonces me da igual que me toque o no la figurita del roscón.

María Jesús

 

 

 

5 comentarios:

  1. Muy emotivo y muy bien escrito. Me gusta

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  2. ¡Muchas gracias! Me alegro de que te guste. Un beso.

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  3. ¡Muchas gracias! Me alegro de que te haya gustado. Un beso.

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  4. De una pequeña cosa has sacado un relato que atrae al lector. Me ha gustado mucho, besos.

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    1. Muchas gracias, Maribel. Me alegra que te haya gustado. Un abrazo de los grandes.

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