El
retrato
Aquel retrato ya estaba allí,
presidiendo el salón, cuando ocupamos el piso, pero a nadie en la familia le
gustaba el aire altivo y malicioso, que despedían los modelos y decidimos
confinarlo en el desván.
El cuadro
representaba a una joven vestida de blanco que sostenía un abanico con una mano
y con la otra se apoyaba en una sombrilla cerrada. Era una mujer guapa y
sonriente, pero algo en su mirada o en su boca, que se curvaba hacia abajo, nos
la hizo antipática enseguida. A su lado, un hombre mayor vestido de uniforme,
tal vez su padre, la observaba con adoración, mientras se tocaba, levemente, un
frondoso bigote cano.
Mi hermana
descubrió, por casualidad, que el retrato ya estaba cuando los antiguos propietarios
compraron la casa, así que supusimos que debía pertenecer a los primeros
moradores.
Tras distintas
averiguaciones, aquí y allá, según mamá:
―Para devolver el
cuadro a su legítimo dueño o herederos, antes de que se lo coma la carcoma.
Nos enteramos de que, efectivamente, el
retrato fue hecho a los primeros dueños de la casa.
La joven del
abanico poseedora, al parecer, de un gran carácter, dejó su país, no pudimos
averiguar cuál, y se enfrentó a la oposición familiar para seguir a su esposo,
un viejo militar ya retirado, el otro modelo de la fotografía.
A pesar de lo que
se pueda pensar, fue una boda por amor. El militar era bastante pobre y la
muchacha se casó muy enamorada y vivió feliz hasta que murió, por causas
naturales, pocos meses después de la boda.
Al parecer, el
viudo se encerró en su dolor y en su casa y colocó el retrato en el salón.
Murió unos años después, también, de muerte natural, sin, claro está,
descendencia. Con lo que el cuadro, técnicamente, nos pertenecía.
Nos dio un poco de
pena la fugacidad de aquella historia de amor, pero como mamá decía:
―Muy triste, muy
triste, pero eso a nosotros ni nos va ni nos viene
Así que el retrato
fue trasladado al desván.
Después de
aquello, nadie supo muy bien que poner en su lugar. Se barajaron varias ideas:
una fotografía ampliada de la familia, dijo mamá. Unas espadas cruzadas,
sugirió mi padre, mi hermana habló de una pintura moderna, la abuela se ofreció
a tejer un tapiz de ganchillo… en fin, que el espacio continuo vacío durante
varios meses.
Durante aquel
tiempo, extraños sucesos entorpecieron nuestra vida.
Desaparecían
documentos que, misteriosamente, reaparecían poco después, cuando ya no eran
necesarios, en los rincones más insospechados.
A veces era un
paraguas, que no había manera de encontrar justo cuando se ponía a llover,
otras era la labor de la abuela, que se perdía durante días y que aparecía,
cuando ya habíamos desistido de buscar, en los lugares más inverosímiles:
detrás de la cisterna del lavabo, dentro de un armario que no se había abierto
en semanas…
Otras veces eran
pequeñas rachas de mala suerte: una tubería rota, una lámpara cuyas bombillas
se fundían insistentemente, el reloj de pared que adelantaba o atrasaba a su
antojo, una torcedura en el pie antes de un viaje…
En el salón, antes
claro y alegre, parecía haberse aposentado una cierta neblina, que le confería
un aire triste y melancólico, incluso en los días en que el sol entraba a
raudales en la habitación.
Nadie decía nada,
pero en un momento u otro todos mirábamos de soslayo el espacio vacío de la
pared.
No nos atrevíamos
a decir lo que pensábamos porque éramos, ante todo, una familia moderna y
racional, pero nuestros nervios andaban un poco maltrechos.
Después de un
verano, especialmente aciago, en que no salíamos de una y ya estábamos en otra,
mamá subió al desván y, con la excusa de que la pared se veía muy desnuda,
volvió a colocar el cuadro en el salón. Pero cuando la ayudaba a colgarlo la oí
murmurar con voz resignada: «Vosotros ganáis».
Casi de inmediato,
el salón empezó a recuperar su aire alegre y, paulatinamente, todo fue
volviendo a la normalidad.
A mí me pareció
que el viejo militar sonreía debajo de su bigote y que, a su joven esposa, se
le borraba la sonrisa maliciosa y le aparecía una mirada divertida y picarona.
Ahora nos hemos
acostumbrado a su presencia. Papá hasta retocó con pintura dorada el marco,
pese a la oposición de la familia, que vivió en vilo los días siguientes, pero
parece que eso les gustó o al menos no les molestó.
Cuando vienen
visitas, para explicar su presencia en un lugar tan privilegiado de la casa,
decimos que son unos antepasados que vivieron una hermosa y desgraciada
historia de amor. Parece que eso les gusta, porque el militar ya ríe
abiertamente y su esposa ha perdido, definitivamente, su aire altivo y su
malicia y, a lo mejor son figuraciones mías, pero creo que si uno se fija bien,
un cierto aire de familia, se empieza a notar entre la pareja del retrato y
nosotros.
María Jesús