viernes, 25 de noviembre de 2022

 

          


Finalista en el certamen de la Universidad Popular de Almansa año 2020

 

Mala espina

 

Mis padres dormían la siesta. No sabían nada, aquello era un secreto, así lo habíamos convenido, y los secretos no se deben explicar a nadie. Sobre todo, aquel.

Salí de puntillas, sin hacer ruido, me costó un poco alcanzar la manilla, pero lo conseguí.

Una vez en la calle, corrí hasta el coche que ya me esperaba con una de las puertas delanteras abierta

Mi vecino me sonrió y me dijo que estaba muy guapa.

¿Cómo podía decir papá que era un tipo raro una persona tan amable?

¿Qué más daría que no mirara a los ojos cuando hablaba? y ¿por qué eso le daba mala espina?  Fuera lo que fuese eso de la mala espina. Yo sabía de muchos de mi clase que tampoco miraban a los ojos cuando hablaban y no eran más raros que otros que sí miraban.

Me acomodé en el asiento junto a él y empecé a imaginar nombres para el perro que me había prometido. Me había explicado que era de una camada de la perra de un amigo suyo que vivía en las afueras. Yo podría escoger al que quisiera de los cinco cachorritos. Ahora tenían dos meses, me dijo, y también que todos eran machos. Sabía que ni a mamá ni a papé les haría gracia, pero cuando lo vieran en casa, lo aceptarían, estaba segura.

 Mamá diría que habría que darle algo de comer y papá diría que solo se quedaría una noche, pero yo sabía que enseguida se encariñarían con él.

 Hacía calor en el coche, le pregunté al vecino que por qué no encendía el aire, pero me explicó que estaba estropeado, luego permanecimos un rato callados. Él conducía silbando una cancioncilla y yo pensaba en mi perro. De pronto me volvió a decir que estaba muy guapa y me pasó un brazo por los hombros, yo me retiré un poco y le dije que el volante se debía de coger con las dos manos. Él sonrió y retiró el brazo, pero poco después noté su mano, grande y peluda como una araña, sobre mi rodilla, y me aparté todavía más hacia la ventanilla.

Intenté volver a pensar en el cachorro que pronto sería mío, pero me costaba mucho concentrarme.  Su mano de araña subía por mi pierna, y yo se la intenté apartar y me apreté más hacia la ventanilla, por el rabillo del ojo vi que él ya no sonreía y noté que empezaba a respirar muy fuerte, como si estuviera enfadado, y de pronto entendí lo que quería decir papá cuando hablaba de mala espina.

María Jesús

domingo, 13 de noviembre de 2022

 






Tarde cobriza

 

Oro, verde, niebla,

la lluvia sigue, sin fuerza,

cayendo,

plata gris,

sobre los cementerios

de piedra

                                                  María Jesús

 


jueves, 3 de noviembre de 2022

 



Las meditaciones de doña Agustina

 

Doña Agustina y don Martín son un matrimonio mayor, mayor tirando a viejo, que bordean ya los ochenta. No tienen hijos, pero si un par de canarios anaranjados que no cantan, aunque les dan trabajo y les distraen.

Doña Agustina es una mujer sencilla, sin estudios, pero con gran imaginación y pocos problemas. Sin embargo, le da mucho al cabolo, demasiado según su esposo, que vive ignorante y feliz en su mundo de petancas, paseíto y televisión.

A veces, especialmente cuando ha cenado más de la cuenta, ha ingerido dosis extra de noticias, o ha visto alguna película fantástica, a las que es muy aficionada, doña Agustina se despierta sudorosa en mitad de la noche y empieza a mezclar ideas y a reflexionar:

«Y ¿no será que los extraterrestres malos, malísimos, somos nosotros, los que vivimos aquí tan ricamente con agua corriente y lentejas y contenedores llenos de desperdicios?»

Luego se da media vuelta en la cama, le da un pellizco rutinario a su marido para que pare de roncar y continua sus elucubraciones:

«Y ¿no será que vamos poco a poco chupando hasta la médula a los otros dos mundos?, esos que dicen que viven por debajo de nosotros. Lo mismito que el bicho aquel con más ojos que cabeza que salió en la película de ayer».

Y doña Agustina se da media vuelta y, otra media, esperando que llegue el amanecer y vuelva su rutina de cocina, limpieza y quehacer diario que la distraiga de sus tonterías nocturnas.

De un tiempo acá, también ha empezado a tener los tan manoseados déjà vu de los que habla la gente, aunque ella los llama: «¡Ay, leche!». Cuando esto le sucede le corre un escalofrío por la inclinada columna vertebral que casi se la endereza.

Hoy cuando ha salido a comprar al mercado ha tenido unos cuántos «¡Ay, leche!»., que ha hecho que pase una mañana de lo más reflexiva. Así que a la hora de comer está en plena forma.

—¿Tú crees, Martín, que esto es el infierno? —pregunta a su marido a la hora de comer.

Su esposo la mira un segundo y luego vuelve los ojos al plato.

—¿El cocido? —pregunta, y llena de garbanzos su cuchara.

—No, hombre, no. El mundo, la tierra —dice Agustina meneando la cabeza.

—Según —dice el marido sin comprometerse, porque conoce a su mujer.

—Se me ocurre que, a lo mejor venimos de otro planeta, venimos cuando nos morimos, claro…

—Claro —asiente Martín intentando dar caza a un trozo de jamón que nada por su plato.

—.. y si hemos sido rematadamente malos pues toca venir aquí a este mundo de locos a pasar una temporada en el infierno —dice, y después continúa embalada recordando la mañana en el mercado —, o a lo mejor ya hemos vivido aquí antes y, por eso lo de reconocer a personas o lugares sin venir a cuento…—explica— ¿Tú qué piensas? —pregunta con entusiasmo echando el cuerpo hacia adelante.

Pero Martín es hombre poco reflexivo, que ni siente ni padece, y se ha pasado la vida viéndolas venir. Así que se encoge de hombros.

—¡Qué bueno te ha salido hoy el puchero, Agustina! —la alaba acto seguido, con la esperanza de cambiar de tema.

Su mujer suspira y clava la vista, por clavarla en algún sitio, en un almanaque que cuelga en la pared. Martín toma nota mentalmente de no dejar que su esposa vuelva a ver películas de ciencia ficción, A ver si todavía van a tener un disgusto, que el cabolo juega malas pasadas y, si se usa mucho se desgasta, se dice, y se le escapa un eructillo mal disimulado.

María Jesús