Las
meditaciones de doña Agustina
Doña Agustina y don Martín son un matrimonio
mayor, mayor tirando a viejo, que bordean ya los ochenta. No tienen hijos, pero
si un par de canarios anaranjados que no cantan, aunque les dan trabajo y les
distraen.
Doña Agustina es una mujer
sencilla, sin estudios, pero con gran imaginación y pocos problemas. Sin
embargo, le da mucho al cabolo,
demasiado según su esposo, que vive ignorante y feliz en su mundo de petancas,
paseíto y televisión.
A veces, especialmente cuando
ha cenado más de la cuenta, ha ingerido dosis extra de noticias, o ha visto
alguna película fantástica, a las que es muy aficionada, doña Agustina se
despierta sudorosa en mitad de la noche y empieza a mezclar ideas y a
reflexionar:
«Y ¿no será que los
extraterrestres malos, malísimos, somos nosotros, los que vivimos aquí tan
ricamente con agua corriente y lentejas y contenedores llenos de desperdicios?»
Luego se da media vuelta en la
cama, le da un pellizco rutinario a su marido para que pare de roncar y
continua sus elucubraciones:
«Y ¿no será que vamos poco a
poco chupando hasta la médula a los otros dos mundos?, esos que dicen que viven
por debajo de nosotros. Lo mismito que el bicho aquel con más ojos que cabeza
que salió en la película de ayer».
Y doña Agustina se da media
vuelta y, otra media, esperando que llegue el amanecer y vuelva su rutina de
cocina, limpieza y quehacer diario que la distraiga de sus tonterías nocturnas.
De un tiempo acá, también ha
empezado a tener los tan manoseados déjà vu
de los que habla la gente, aunque ella los llama: «¡Ay, leche!». Cuando esto le
sucede le corre un escalofrío por la inclinada columna vertebral que casi se la
endereza.
Hoy cuando ha salido a comprar
al mercado ha tenido unos cuántos «¡Ay, leche!»., que ha hecho que pase una
mañana de lo más reflexiva. Así que a la hora de comer está en plena forma.
—¿Tú crees, Martín, que esto
es el infierno? —pregunta a su marido a la hora de comer.
Su esposo la mira un segundo y
luego vuelve los ojos al plato.
—¿El cocido? —pregunta, y
llena de garbanzos su cuchara.
—No, hombre, no. El mundo, la
tierra —dice Agustina meneando la cabeza.
—Según —dice el marido sin
comprometerse, porque conoce a su mujer.
—Se me ocurre que, a lo mejor
venimos de otro planeta, venimos cuando nos morimos, claro…
—Claro —asiente Martín
intentando dar caza a un trozo de jamón que nada por su plato.
—.. y si hemos sido
rematadamente malos pues toca venir aquí a este mundo de locos a pasar una
temporada en el infierno —dice, y después continúa embalada recordando la
mañana en el mercado —, o a lo mejor ya hemos vivido aquí antes y, por eso lo
de reconocer a personas o lugares sin venir a cuento…—explica— ¿Tú qué piensas?
—pregunta con entusiasmo echando el cuerpo hacia adelante.
Pero Martín es hombre poco
reflexivo, que ni siente ni padece, y se ha pasado la vida viéndolas venir. Así
que se encoge de hombros.
—¡Qué bueno te ha salido hoy
el puchero, Agustina! —la alaba acto seguido, con la esperanza de cambiar de
tema.
Su mujer suspira y clava la
vista, por clavarla en algún sitio, en un almanaque que cuelga en la pared.
Martín toma nota mentalmente de no dejar que su esposa vuelva a ver películas
de ciencia ficción, A ver si todavía van a tener un disgusto, que el cabolo juega malas pasadas y, si se usa
mucho se desgasta, se dice, y se le escapa un eructillo mal disimulado.
María Jesús
Hola María Jesús tu relato me ha hecho reír a pesar de que es triste como está el mundo. Un abrazo inmenso
ResponderEliminarMuchas gracias, Maribel. Sí, las penas con pan y (azúcar) son más llevaderas. Un abrazo indeleble, querida.
EliminarQué bueno! He pasado un buen rato con Agustina y Martín 😍
ResponderEliminarMuy bueno. Yo ya firmaría porque el cabolo no se me empezase a desgastar hasta los 80 jeje
ResponderEliminarGracias. Sí, ojalá tengamos la claridad mental de Agustina por muchos años😁 Un besazo
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