sábado, 31 de diciembre de 2022

 



Es Navidad, doña Eulalia

 

Doña Eulalia observaba el ir y venir de aquellas chicas —nunca recordaba sus nombres— por las distintas habitaciones. Una cantaba una tonada dulce, que a doña Eulalia le atravesaba la piel como si las notas fueran de agua. La canción, que hablaba de campanas, caminos y nieves —fuera aquello lo que fuera— porque tampoco la anciana conseguía ponerles cara y ojos a esas palabras, le hacía cosquillas en la memoria, como un ratoncillo que se paseara por ella.

Una de las chicas vestida de rosa claro iba colocando cintas de colores brillantes por todas partes, hasta le enredó una en el respaldo de su silla de ruedas. Doña Eulalia se echó hacia adelante para dejarla hacer, y luego le dio las gracias, como si le hubiera puesto bien la toquilla.

Observó que otra bajita, que vestía igual que la primera, andaba colgando objetos brillantes y redondos en el inmenso abeto. La anciana recordaba bien que ese era el nombre de aquello grande, alto y verde que habían puesto por la mañana junto a la puerta de la entrada del edificio porque, desde que aquellos muchachos fuertes y sonrientes lo habían traído, la palabra circulaba de boca en boca como un secreto a voces, y su olor había teñido de un frescor nuevo todo el aire del edificio.

Sin darse cuenta, doña Eulalia empezó a hacer palmas, como si algo venido de muy lejos, atravesara sus venas y llenara de luz su sangre.

Sintió risas a su alrededor, y la chica bajita se le acercó con una de aquellas bolas brillantes en cada mano.

—Es Navidad, doña Eulalia —le dijo poniendo una de ellas sobre su regazo.

La anciana sonrió y se miró en aquel espejo redondo, que le devolvió la mirada de una niña desconocida que quedó atrás, perdida para siempre en el tiempo y la memoria.

                                                                                  María Jesús

 

 

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