Es
Navidad, doña Eulalia
Doña Eulalia observaba el ir y venir de
aquellas chicas —nunca recordaba sus nombres— por las distintas habitaciones.
Una cantaba una tonada dulce, que a doña Eulalia le atravesaba la piel como si
las notas fueran de agua. La canción, que hablaba de campanas, caminos y nieves
—fuera aquello lo que fuera— porque tampoco la anciana conseguía ponerles cara
y ojos a esas palabras, le hacía cosquillas en la memoria, como un ratoncillo
que se paseara por ella.
Una de las chicas vestida de
rosa claro iba colocando cintas de colores brillantes por todas partes, hasta
le enredó una en el respaldo de su silla de ruedas. Doña Eulalia se echó hacia
adelante para dejarla hacer, y luego le dio las gracias, como si le hubiera
puesto bien la toquilla.
Observó que otra bajita, que
vestía igual que la primera, andaba colgando objetos brillantes y redondos en
el inmenso abeto. La anciana recordaba bien que ese era el nombre de aquello
grande, alto y verde que habían puesto por la mañana junto a la puerta de la
entrada del edificio porque, desde que aquellos muchachos fuertes y sonrientes
lo habían traído, la palabra circulaba de boca en boca como un secreto a voces,
y su olor había teñido de un frescor nuevo todo el aire del edificio.
Sin darse cuenta, doña Eulalia
empezó a hacer palmas, como si algo venido de muy lejos, atravesara sus venas y
llenara de luz su sangre.
Sintió risas a su alrededor, y
la chica bajita se le acercó con una de aquellas bolas brillantes en cada mano.
—Es Navidad, doña Eulalia —le
dijo poniendo una de ellas sobre su regazo.
La anciana sonrió y se miró en
aquel espejo redondo, que le devolvió la mirada de una niña desconocida que
quedó atrás, perdida para siempre en el tiempo y la memoria.
María Jesús
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