Creo
que fue amor
Tras los cristales, tenuemente llovía.
―Creo fue amor ―afirmó la
libreta de piel oscura.
―Y tú ¿qué sabes? ¿acaso te lo
han dicho ellos? ―preguntó malhumorado el libro horizontal del tercer estante.
―Acaso ¿te han dicho a ti lo contrario?
―preguntó, burlón, el sacapuntas.
―¡Cómo sois! ―intervino,
alzando la voz, la carpeta gruesa del rincón― Dejadla que se explique, a ver,
¿en qué te basas, libreta?
―Pues me baso... me baso... en
cómo se miraron ―la libreta tartamudeó―. Él la miró de una manera especial.
―¿Cómo? ¿cómo? ―el libro de
lengua se exaltó, enrojeciendo.
―No sé... como si todo a su
alrededor... ―titubeó la libreta.
―Como si todo a su alrededor
se hubiera borrado ¿verdad? ―intervino, con dulzura, la goma rosa.
―Sí, algo así ―convino la
libreta.
―Debes de ser más precisa ―el
libro de «mates» se ajustó el lomo con decisión.
―Bueno, yo no entiendo mucho
de qué va esto, si pudierais explicármelo desde el principio ―se quejó, desde
un extremo de la mesa, el diccionario de inglés.
La libreta de piel oscura comenzó:
―Verás, fue la otra tarde.
Estaban en el comedor de la casa de él, se habían sentados juntos y hacían los
deberes...
―¡Ay, qué romántico! ―suspiró
un viejo libro de poemas desde un estante.
―¡Calla! ―le susurró, dándole
un codazo, la muñeca de porcelana que estaba a su lado.
―Hacían los deberes y de vez
en cuando sus cabezas se rozaban...
Un profundo suspiro del flexo molestó a la agenda:
―¡Oye, tú! mira lo que haces,
que me pasas las hojas...
―Perdón, ha sido sin querer
—se disculpó el flexo, pero poco a poco se fue encendiendo— Aunque ¡hay que ver
cómo te pones por nada!
―Va, venga, continúa ―la
regla, enérgica, golpeó la mesa.
―Bueno, sus cabezas se rozaban
y entonces, de pronto, me caí al suelo…
―¿Te hiciste daño? ―preguntó
solícita la goma blanca, que no perdía detalle― Cuando yo me caigo, bueno,
mejor dicho, cuando me tiran...
―¡No acabaremos nunca! Esto
será más largo que El Quijote
―refunfuñó el sacapuntas.
―¡Pardiez, malandrín! Un poco
de respeto ―gritó el aludido desde el último estante mientras se sacudía el
polvo.
La libreta de piel oscura siguió pacientemente:
―No, no me hice daño, solo me
caí y, entonces ellos se agacharon al mismo tiempo para recogerme —siguió de
corrido— y en ese instante se juntaron sus manos, y ella se puso roja, roja
como...
―¿Cómo yo? ―dijo con timidez
el «boli» encarnado, asomando por entre la cremallera entreabierta del pequeño estuche
naranja.
―Algo así ―concedió la
libreta―. Él sonrió sin dejar de mirarla y estuvieron mucho rato sin apartar
las manos uno de otro, rozándolas.
―¿Cuánto rato? ¿una hora? ¿un
mes? ―el reloj de pared que escuchaba, bostezando de vez en cuando, intervino
muy serio.
―¡Cómo va a ser un mes!
¡Exagerado! ―exclamó una de las margaritas del jarrón de la mesita.
―No sé cuánto tiempo, un rato,
más de lo normal, eso seguro ―respondió la libreta un poco molesta.
Se hizo un silencio un poco largo.
―Y ¿eso es todo? ―preguntó por
fin el rotulador amarillo con su voz chillona.
Se respiraba un aire de desencanto, discretas toses fueron
surgiendo desde distintos puntos de la habitación.
―¿Os parece poco? Eso fue
amor, seguro ―insistió, convencida, la libreta de piel oscura mientras miraba a
su alrededor, soñadora y desafiante.
Tras los cristales la lluvia seguía cayendo.
María Jesús
Me gusta como juegas con todos los enseres que puede haber en un escritorio. Un abrazo inmenso querida amiga.
ResponderEliminarMil gracias, querida Maribel. Un besazo
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