sábado, 30 de septiembre de 2023

 



Conciencia

 

Habían tirado al libro nuevo de cuentos por la ventana. No había sido un suicidio, lo habían tirado, porque mientras caía se le escuchó gritar pidiendo auxilio. Lo habían asesinado y tenía que haber sido alguien de los que ocupaban aquella habitación.

    Era un cuarto infantil: una cama, una mesita de noche, una estantería, y una mesa redonda y pequeña, con una silla a juego. Todos los muebles eran de madera azul y, aquí y allá, de la habitación, se veían juguetes desperdigados que ocupaban parte del suelo y de los estantes.

    Nadie vio nada, ni nadie sospechaba de nadie, pero alguien tuvo que ser.

    ―Yo no he sido, yo no he sido ―sollozaba el oso de felpa mientras cruzaba las regordetas zarpas blancas sobre el hociquillo marrón.

    ―No te pongas tan nervioso, nadie te está acusando —le consoló el balón de colores desde el suelo.

    Durante unos minutos se hizo un silencio, todos se miraban de reojo, pero nadie decía nada.

    —Bien, amigos, parece que el culpable no quiere salir —dijo con voz ronca el decano de los juguetes, un caballo balancín de madera clara y montura deslucida, y siguió—: la verdad, a nadie le caía bien el pesado libro de cuentos, pero eso no era motivo para tirarlo por la ventana, aunque fuera tan arrogante y orgulloso, no —cabeceó con lentitud—, no era motivo —acabó muy serio. 

      —Bueno, tirarlo no debió de ser cosa fácil, porque pesaba lo suyo —argumentó el segundo estante de la pared.

    —¡Bah, todo dibujo y poca letra! —exclamó un lápiz colorado que llevaba rodando por el suelo una semana.

  —Dibujos o no, pesaba lo suyo, tuvo que hacer falta alguien con mucha fuerza para darle el empujón y tirarlo por la ventana —comentó el payaso triste del cuadro.

    —Eh, a mí no me miréis —dijo la silla que se tenía por forzuda—. No me he movido de aquí desde ayer —aseguró—.  La mesa os lo puede decir.

    —Es verdad —confirmó la desvencijada mesa con su suave voz de pino—, aquí hemos estado las dos juntas desde ayer.    

     —A lo mejor lo empujaron entre dos —observó caviloso el coche de carreras asomando el morro verde por debajo de la cama.

    Hubo un momento de silencio, todos meditaron calladamente, de pronto, los lamentos del oso se volvieron a sentir:

    —Yo no he sido, os lo prometo —dijo―. Ya sé que fui el último en hablar con él y que he estado cerca de la ventana toda la mañana, pero os juro que me quedé dormido y no he visto nada. Os digo la verdad, tenéis que creerme –volvió a sollozar.

    ―Nadie sospecha de ti ―se impacientó el soldado de plástico amarillo, que tenía una despuntada bayoneta entre las descoloridas manos―. Entre otras cosas, eres demasiado pequeño y no tienes suficiente fuerza para empujar ni a una canica ―siguió con voz dura―. Así que estate tranquilo y deja ya de sollozar que nos estás poniendo nerviosos a todos.

    ―¿Cómo que ni para empujar a una canica? ¿Quieres decir acaso que las canicas no tenemos ninguna fuerza? pues que sepas que somos las más veloces de la habitación y la velocidad.... ―el saco agujereado de las canicas de cristal habló a voz en grito.

    ―Bueno, bueno, ya basta, no nos vamos a enfadar ahora entre nosotros ―terció el caballo―. Se acabó. Todos sabemos que el culpable es alguien de esta habitación, pero si no quiere decir quién es y explicar por qué lo hizo, allá él. En su conciencia quedará para siempre ―sentenció con su voz rugosa y grave.

    Los demás asintieron, todos sentían mucho respeto por el «viejo», como lo llamaban cariñosamente, ya que fue el primer juguete en llegar a la habitación.

    Poco a poco fueron volviendo a sus quehaceres respectivos, pero de tarde en tarde suspiraban y miraban de reojo a la ventana que permanecía entreabierta; sobre ella, la cortina de cretona ocre, silbaba por lo bajo.

   Llevaba en la habitación muchos años, pero era un poco rara y nadie le hacía nunca mucho caso. Se comentaba que de tanto estar colgada no le funcionaba bien la cabeza, así que el resto de sus compañeros de habitación intentaban evitarla y, en las pocas ocasiones en que les dirigía la palabra, le daban la razón.

    Su silbido era quedo y alegre: «A tomar viento ese pesado, siempre con su Érase una vez… Anda ya y que se pudra en la calle, o en ese lugar muy lejano del que siempre hablaba. ¿No decía que le tenía envidia porque siempre estoy quieta, mirando la calle y el mundo de afuera? ¿No decía que nunca podría moverme de aquí? Mientras que él, en cambio, era libre porque con sus historias siempre viajaba a países lejanos y a bosques encantados… y, el muy orgulloso, el muy soberbio, mientras lo decía me miraba de reojo, con desprecio ―se dio un ligero impulso y se balanceó con energía―. Bah... y el tonto del caballo, que ya chochea, dice que «quedará en mi conciencia» ¿Quedará en mi conciencia cómo le empujé con mi tela, con alevosía y sin que nadie me viera, cuando el estúpido se acercó a la ventana «para respirar el aire fresco de la primavera»? ¿Quedará en mi conciencia su último grito: «Fiiiiiiiiin» cuando por fin cayó en la calle, con sus hojas volando cada una por su lado? ¿No sabe ese caballo viejo que las conciencias se lavan? sobre todo la mía que es de tela».

 Y la cortina soltó una carcajada histérica, y siguió balanceándose con aire satisfecho, ante la mirada indiferente y compasiva de sus compañeros de habitación.

María Jesús

 

 

 

jueves, 21 de septiembre de 2023

 



El mundo era, solamente, un costurero

 

El mundo era, solamente, un costurero

lleno de hebras de colores,

 arco iris sin orden ni concierto

Botones redondos y cuadrados,

forrados, diminutos, lisos o labrados

Dedales plateados

 surcados de agujeros en los lados

Un sinfín de agujas y alfileres,

espadas diminutas en un mundo de paz

Cintas blancas y viejas cremalleras,

ajadas supervivientes de lo inútil,

Unas tijeras afiladas y un acerico

 que fue de terciopelo un día

Retales atados

con deshilachadas cintas apretadas

El mundo era, solamente, un costurero

Unas manos trabajadas,

 cálidas y nerviosas, enhebrando las agujas

Una radio al atardecer, enferma de nostalgia

 de patrias exiliadas y de amores fracasados

Unos ojos infantiles

 y unas manos inquietas tocándolo todo

Un “estate quieta”,

un “deja eso”,

un “tráeme aquello” ...

Tardes de sol o de lluvia

que quedaban fuera del cristal de la ventana

Suspiros de madres con la esperanza

remendada

sueños de hijas con ilusiones

apenas hilvanadas

El mundo era, solamente, un costurero

María Jesús

 

 

 

lunes, 11 de septiembre de 2023

 


Seleccionado en el microconcurso IX edición

 Biblioteca Esteve Paluzie

 

Sospechas

Le dije que me tiraban las sisas de la armadura, que se había pasado cien quintales con las hombreras, pero él, erre que erre; que si yo qué sabré, que si el herrero es él… pues, hombre, digo yo que algo entenderé de estos menesteres, que soy quien se va a la guerra con ella puesta… que no tengo ni libertad de movimiento, ni movimiento siquiera. Encima mi mujer apoyándolo: que tamaña pejiguera, que iba hecho un plumín, que otros llorasen con mis ojos…

Y, con todo, lo que más me reconcome es esa miradilla de alegría que se cruzaron los dos cuando encabalgué.

María Jesús

 

 

 

lunes, 4 de septiembre de 2023

 



¡Qué difícil es esto de escribir!

 

¡Qué difícil es esto de escribir! Buscar ideas, desecharlas, volverlas a tomar, acorralarlas, domarlas, mimarlas, darles giros y vueltas, tocar y retocar y, finalmente, quedar siempre insatisfecha.

Masticar la soledad y sentir, al mismo tiempo, la cabeza como un mercadillo de voces, gestos, miradas, que se disputan tus ideas para formarse y nacer como personajes; objetos y espacios que se dan codazos entre ellos, para hacerse un hueco en el escenario; voces narrativas que pasan de primera a tercera, de tercera a segunda y, tiro porque me toca.

Una reflexiona a menudo acodada entre página en blanco y página escrita, que, si esto de vivir tiene ya dudoso sentido, lo de ponerse a escribir mientras dura el recorrido, para qué hablar.

Pero aún hay algo más difícil que escribir.

Si en un momento de debilidad vanidosa o de debilidad generosa, según se quiera, brillar por nuestros textos o compartirlos, decidimos, inocentemente, echar mano de las guías de los múltiples concursos que se celebran en el país, y lanzarnos a la palestra del premio o la publicación, habremos abierto de par en par la caja de los truenos.

Encajar los textos en los concursos, no es cuestión baladí. Miles de concursos con mil impertinencias y caprichos. Que si los márgenes corintios, que si la letra picuda, que si las copias a carboncillo, que si la cantidad cabal de páginas y líneas, que si la forma de envío por paloma mensajera, que si jura y perjura que es tuyo, que si te arrancamos el corazón si nos enteramos de que no es inédito…

Pero entre todo, lo que más coraje da, son los temas obligados. Hoy, sin ir más lejos, han llegado hasta mis manos tres concursos distintos. En uno, el argumento tiene que hacer referencia a las minas, en otro a la igualdad de género y, el tercero, pretende que se hable de la obesidad y su día a día.

En mi cabeza se mezclan los tres como los dados en un cubilete: mujer obesa, que vence la opinión pública y familiar, y se coloca de minera, se me ocurre a bote pronto; claro, que, reflexiono agudamente, con tanto corretear por aquellas gargantas de carbón, es muy probable que mi protagonista —aparte de ensuciarse—, adelgace con presteza… y eso me conduce a otra historia, que quizá podré aprovechar si encuentro algún concurso con temática de: chica guapa —un pelín tiznada por los gajes del oficio—, y recientemente adelgazada, asciende en su profesión: de minera a jefa de minas; la muchacha, sin embargo, es desgraciada en su vida privada. Le echa demasiadas horas al trabajo, debido a lo cual, su pareja la abandona por otra, que trabaja menos, pero que cocina y limpia más y sin rechistar, después de su jornada laboral retribuida, y que, para colmo de eficiencia, sabe hacer encaje de bolillo mientras practica la danza del vientre en lasciva ropa interior. Ante el abandono, ella recae, y vuelve a consumir toneladas de fritos y chocolates, tornándose otra vez oronda tirando a obesa y, en éstas, de tanto ir a la tienda a por suministros —ya se sabe que el roce hace el cariño— se acaba enamorando de la churrería del pueblo con churrero incluido. Como sea que el negocio está más para allá que para acá, la chica decide invertir los ahorros de toda su vida, arranca la churrería de los brazos hambrientos de la quiebra y, en un par de párrafos, la convierte en un negocio de éxito, capaz de cotizar en bolsa.

Mi protagonista puede seguir manteniendo sus kilos de más (o incluso aumentarlos) sin remordimientos de cláusula de concurso alguno y vive, dulcemente feliz, con su churrero. Fin.

Pero ahora que tengo el material dispuesto, me percato de que, en ambos relatos, me he excedido en el número permitido de caracteres con espacio.  Lo dicho: ¡Qué difícil es esto de escribir!

María Jesús