¡Qué
difícil es esto de escribir!
¡Qué difícil es esto de escribir! Buscar ideas,
desecharlas, volverlas a tomar, acorralarlas, domarlas, mimarlas, darles giros
y vueltas, tocar y retocar y, finalmente, quedar siempre insatisfecha.
Masticar la soledad y sentir,
al mismo tiempo, la cabeza como un mercadillo de voces, gestos, miradas, que se
disputan tus ideas para formarse y nacer como personajes; objetos y espacios
que se dan codazos entre ellos, para hacerse un hueco en el escenario; voces
narrativas que pasan de primera a tercera, de tercera a segunda y, tiro porque
me toca.
Una reflexiona a menudo acodada entre página en blanco y página escrita, que, si esto de vivir tiene
ya dudoso sentido, lo de ponerse a escribir mientras dura el recorrido, para qué
hablar.
Pero aún hay algo más difícil
que escribir.
Si en un momento de debilidad
vanidosa o de debilidad generosa, según se quiera, brillar por nuestros textos
o compartirlos, decidimos, inocentemente, echar mano de las guías de los
múltiples concursos que se celebran en el país, y lanzarnos a la palestra del
premio o la publicación, habremos abierto de par en par la caja de los truenos.
Encajar los textos en los
concursos, no es cuestión baladí. Miles de concursos con mil impertinencias y
caprichos. Que si los márgenes corintios, que si la letra picuda, que si las
copias a carboncillo, que si la cantidad cabal de páginas y líneas, que si la
forma de envío por paloma mensajera, que si jura y perjura que es tuyo, que si
te arrancamos el corazón si nos enteramos de que no es inédito…
Pero entre todo, lo que más
coraje da, son los temas obligados. Hoy, sin ir más lejos, han llegado hasta
mis manos tres concursos distintos. En uno, el argumento tiene que hacer
referencia a las minas, en otro a la igualdad de género y, el tercero, pretende
que se hable de la obesidad y su día a día.
En mi cabeza se mezclan los
tres como los dados en un cubilete: mujer obesa, que vence la opinión pública y
familiar, y se coloca de minera, se me ocurre a bote pronto; claro, que,
reflexiono agudamente, con tanto corretear por aquellas gargantas de carbón, es
muy probable que mi protagonista —aparte de ensuciarse—, adelgace con presteza…
y eso me conduce a otra historia, que quizá podré aprovechar si encuentro algún
concurso con temática de: chica guapa —un pelín tiznada por los gajes del
oficio—, y recientemente adelgazada, asciende en su profesión: de minera a jefa
de minas; la muchacha, sin embargo, es desgraciada en su vida privada. Le echa
demasiadas horas al trabajo, debido a lo cual, su pareja la abandona por otra,
que trabaja menos, pero que cocina y limpia más y sin rechistar, después de su
jornada laboral retribuida, y que, para colmo de eficiencia, sabe hacer encaje
de bolillo mientras practica la danza del vientre en lasciva ropa interior.
Ante el abandono, ella recae, y vuelve a consumir toneladas de fritos y
chocolates, tornándose otra vez oronda tirando a obesa y, en éstas, de tanto ir
a la tienda a por suministros —ya se sabe que el roce hace el cariño— se acaba enamorando
de la churrería del pueblo con churrero incluido. Como sea que el negocio está
más para allá que para acá, la chica decide invertir los ahorros de toda su
vida, arranca la churrería de los brazos hambrientos de la quiebra y, en un par
de párrafos, la convierte en un negocio de éxito, capaz de cotizar en bolsa.
Mi protagonista puede seguir
manteniendo sus kilos de más (o incluso aumentarlos) sin remordimientos de
cláusula de concurso alguno y vive, dulcemente feliz, con su churrero. Fin.
Pero ahora que tengo el
material dispuesto, me percato de que, en ambos relatos, me he excedido en el
número permitido de caracteres con espacio.
Lo dicho: ¡Qué difícil es esto de escribir!
María Jesús
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