Las
buenas intenciones
Subiremos al altillo las buenas intenciones.
Las dejaremos macerando entre la humedad y los ácaros. Dormidos los arpegios de
la zambomba y la pandereta, y la cantinela, dulce como el anís, de los
villancicos de siempre.
Cobijados entre postales
rebosantes de palabras entrañables y de hermosos colorines, resguardados por el
espumillón y los pastores de plástico o terracota, olvidaremos también las
buenas intenciones y seguiremos con las de siempre, que nunca son de una pieza,
ni de un único color.
Metidita entre pajas
cobijaremos la paz —no sea que si la aireamos se nos desgaste— y amaremos desde
lejos a los hombres de buena voluntad, si es que tenemos la ventura de
encontrarlos en algún mes del año y la fortuna de saberlos reconocer al
hallarlos.
Trastearemos los viejos nuevos
propósitos de cada enero al ritmo de las campanillas y de las canciones de
burbujas sonrosadas que nos felicitan sin cesar a golpe de timbales.
Recibiremos y daremos, sin mirar a quien, nuestros abrazos rellenos de cava
helado, junto a nuestros deseos de felicidad impermeable.
Luego esperaremos, agarradas a
la última brizna de magia que queda en nuestros corazones de niñas, a que
lleguen esos tres inmigrantes de lujo montados a camello y nos traigan la
fuerza y la ilusión necesaria para encarar el nuevo año, antes de que se nos
escurran los días, se oscurezcan las sonrisas y el año se nos empiece a
desteñir entre las manos.
María Jesús
Me gusta tu estilo y con dulzura la crítica social, un abrazo con sabor a turrón querida amiga
ResponderEliminarMil gracias, Maribel querida. Abrazo de campanillas de plata
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