sábado, 29 de marzo de 2025

 




De la invención de los cuentos

 

Al anochecer se reunían todos alrededor de la hoguera, dentro de la cueva de piedra gris, decorada con pinturas de caza y animales. Una mujer, que era vieja y arrugada, valiéndose de señas y muecas, con una voz, sarmentosa y profunda, explicaba historias. Cuentos, mentiras que una vez fueron verdad.

Sus palabras, sin idioma, llegaban a cada miembro de su tribu e, igual que las pequeñas chispas que saltaban de la lumbre, iluminaban las mentes de aquellos que la escuchaban sin perder ni uno solo de sus movimientos. Sonido, gesto y mueca se iban deshaciendo entre el espacio y el tiempo.

Aquellos seres lo ignoraban, pero algunas de aquellas imágenes, alguno de aquellos sonidos, germinaban en un incierto lugar, entre su corazón y su cabeza, como semillas invisibles destinadas a dar luz a la humanidad.

María Jesús

 

sábado, 15 de marzo de 2025

 




He ahí la muerte, un residuo azulado…

 

A veces las líneas de la muerte se entrelazan de manera similar a como lo hacen las líneas de la vida.

Nuestro profesor de filosofía solía repetirnos este pensamiento, y de tal manera debió de quedar grabado en mi mente que, ahora, muchos años después, en este instante en que mis pies vacilan al borde del abismo de la muerte, vuelve a mí.

Don Marcos Morató se sentaba en el filo de la pesada mesa de madera del aula, donde impartía aquella asignatura de bachillerato, nos miraba a todos por encima de sus gafas de leve montura y, después de soltarnos la máxima anterior, pasaba a relatarnos la muerte paralela de dos personas tan distintas como la de un poeta burgués, medio judío y alemán, y la de un obrero de una fábrica, latino, católico y de procedencia rural. El poeta era más que culto, el obrero era por completo analfabeto. El poeta era hijo único, el obrero era el quinto de ocho hermanos. Se llamaba Tomás —el apellido no importaba— como tampoco importaba el nombre de pila de aquel poeta alemán, cuyo apellido era Rilke.

Aquellos dos seres nunca coincidieron en su vida, se ignoraban absolutamente y, sin embargo, la muerte utilizó similar rúbrica para acabar con sus vidas en el mismo instante.

El poeta cortaba rosas para hacerle un ramo a una mujer y se pinchó con la espina de una de ellas. Es cierto que su salud nunca fue muy buena, pero el simple y frágil pinchazo de la espina de una rosa aceleró el proceso de su marcha. A su muerte se la llamó septicemia.

El obrero volvía de trabajar de la fábrica, y esperaba pacientemente el tranvía; cuando éste llegó, bajó de él una señorita con unos bonitos zapatos de estilizado tacón, el hombre, caballeroso, la ayudó a bajar. Uno de los tacones de la mujer se clavó—con la misma precisión que un estilete afilado— en su pie derecho, apenas si cubierto por una vieja alpargata de algodón. Tomás era robusto y nunca había estado enfermo, pero aquella herida, en la que apenas reparó al principio, fue creciendo en profundidad y dolor como un amor despechado; en aquel tiempo no había penicilina, y si la hubiera habido quizá tampoco hubiera estado a su alcance, el caso es que Tomás se fue. A su muerte la llamaron gangrena.

Ambos hombres fallecieron aquel mismo año 26, la fría madrugada de un veintinueve de diciembre. Uno dejó un hermoso legado literario, el otro, una viuda y un hijo pequeño: «Mi padre», confesaba el profesor con voz neutra, y luego comentaba que en aquello se encerraba, como pequeños copos de falsa nieve en una transparente bola de cristal, los más variados conceptos: las clases sociales, la poesía de las cosas sencillas, el azar… incluso, decía él, la relatividad del espacio y el tiempo.

Y, mientras se ajustaba los frágiles lentes y expandía su mirada alrededor de la clase, don Marcos Morató, afirmaba que, en aquella extraña coincidencia, se encontraba la única verdad incuestionable que tiene la existencia: la muerte.

María Jesús

 

 

 

 

lunes, 3 de marzo de 2025

 




El dolor

 

Se esconde,

se acalla, se muerde,

se espanta, se duerme,

se apaga, se aleja…

pero siempre regresa…

El dolor…

Siempre viva

su afilada hoja,

siempre nuevo

bajo viejas formas

siempre a punto

para volverse a hundir

—certero—

en la entretela del alma

 

María Jesús