sábado, 15 de marzo de 2025

 




He ahí la muerte, un residuo azulado…

 

A veces las líneas de la muerte se entrelazan de manera similar a como lo hacen las líneas de la vida.

Nuestro profesor de filosofía solía repetirnos este pensamiento, y de tal manera debió de quedar grabado en mi mente que, ahora, muchos años después, en este instante en que mis pies vacilan al borde del abismo de la muerte, vuelve a mí.

Don Marcos Morató se sentaba en el filo de la pesada mesa de madera del aula, donde impartía aquella asignatura de bachillerato, nos miraba a todos por encima de sus gafas de leve montura y, después de soltarnos la máxima anterior, pasaba a relatarnos la muerte paralela de dos personas tan distintas como la de un poeta burgués, medio judío y alemán, y la de un obrero de una fábrica, latino, católico y de procedencia rural. El poeta era más que culto, el obrero era por completo analfabeto. El poeta era hijo único, el obrero era el quinto de ocho hermanos. Se llamaba Tomás —el apellido no importaba— como tampoco importaba el nombre de pila de aquel poeta alemán, cuyo apellido era Rilke.

Aquellos dos seres nunca coincidieron en su vida, se ignoraban absolutamente y, sin embargo, la muerte utilizó similar rúbrica para acabar con sus vidas en el mismo instante.

El poeta cortaba rosas para hacerle un ramo a una mujer y se pinchó con la espina de una de ellas. Es cierto que su salud nunca fue muy buena, pero el simple y frágil pinchazo de la espina de una rosa aceleró el proceso de su marcha. A su muerte se la llamó septicemia.

El obrero volvía de trabajar de la fábrica, y esperaba pacientemente el tranvía; cuando éste llegó, bajó de él una señorita con unos bonitos zapatos de estilizado tacón, el hombre, caballeroso, la ayudó a bajar. Uno de los tacones de la mujer se clavó—con la misma precisión que un estilete afilado— en su pie derecho, apenas si cubierto por una vieja alpargata de algodón. Tomás era robusto y nunca había estado enfermo, pero aquella herida, en la que apenas reparó al principio, fue creciendo en profundidad y dolor como un amor despechado; en aquel tiempo no había penicilina, y si la hubiera habido quizá tampoco hubiera estado a su alcance, el caso es que Tomás se fue. A su muerte la llamaron gangrena.

Ambos hombres fallecieron aquel mismo año 26, la fría madrugada de un veintinueve de diciembre. Uno dejó un hermoso legado literario, el otro, una viuda y un hijo pequeño: «Mi padre», confesaba el profesor con voz neutra, y luego comentaba que en aquello se encerraba, como pequeños copos de falsa nieve en una transparente bola de cristal, los más variados conceptos: las clases sociales, la poesía de las cosas sencillas, el azar… incluso, decía él, la relatividad del espacio y el tiempo.

Y, mientras se ajustaba los frágiles lentes y expandía su mirada alrededor de la clase, don Marcos Morató, afirmaba que, en aquella extraña coincidencia, se encontraba la única verdad incuestionable que tiene la existencia: la muerte.

María Jesús

 

 

 

 

4 comentarios:

  1. Me encanta Maria Jesús. Tan difrentes y tan similares a la hora de morir.

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    1. Gracias. Sí, las líneas de las vidas y las muertes se tejen con la misma madeja. Un abrazo

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  2. Y mientras la muerte llega disfrutar de la vida querida amiga, me alegro de que sigas escribiendo. Un abrazo inmenso

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    1. Muchas gracias, amiga. Un fuerte abrazo

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