La cabeza a
pájaros
La manzana era quien llevaba la batuta:
―Tenemos que hacer algo. Hay que organizarse ―la voz
un poco pastosa se extendía por todos los rincones.
El tarro de mermelada de ciruela, antaño de un verde
oliva y ahora casi gris, asentía lleno de ímpetu:
―Eso, eso.
―¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ―se preguntaban, sin
responderse, la media docena de huevos desordenados.
La salsa de tomate que quedaba en un frasco semiabierto
contestó:
―Creo que quieren que hagamos una huelga.
―¿Una huelga? Esta sí que es buena ¿de qué? ¿de
hambre? ―la mantequilla desde su atalaya se derretía de risa.
―Algo habrá qué hacer, aquí hace un calor que te
mueres ―dijo una mustia lechuga que trataba en vano de abanicarse con una
reseca hoja.
Desde el fondo del cajón salió la aflautada voz de un
pimiento verde y arrugado que llevaba allí más de tres semanas y empezaba a
enmohecer:
―Yo me estoy muriendo, como no se haga algo pronto, no
respondo de mi olor.
―De tu olor ya no respondes ahora, no te fastidia el
pimiento... ―la mandarina pizpireta y descarada desde un rincón del cajón
arrugaba su fina piel estriada.
―Por aquí nos asfixiamos ¿verdad? ―exclamó un yogurt
caducado dándole un empujón a un triste trozo de jamón que, a juzgar por el
color, hacía ya rato que era fiambre.
Las voces fueron subiendo en intensidad, todos querían
meter cuchara. Algunos daban ideas ―cada cual más sinsentido que la anterior―
otros, los más, solo se quejaban. Mientras tanto la casa permanecía en
silencio, a oscuras, invadida paulatinamente por pestilentes olores que iban
saliendo en agria algarabía de la nevera.
Se oyeron pasos apresurados por el pasillo. El
servicial vecino se acercaba, regadora en mano, a echarle agua al ficus del
comedor. Era la segunda vez que venía a regar, desde que sus vecinos marcharon
de vacaciones. Lo hacía siempre al mediodía para aprovechar la luz que se
filtraba por las persianas.
«Qué mal huelen los pisos cerrados», pensó el hombre,
y volvió ligero por el pasillo.
Al llegar a
la salida observó el interruptor general de la electricidad y sonrió
satisfecho: «Menos mal que me di cuenta y lo cerré, que si no... es que esta juventud tiene la cabeza a
pájaros, que parece que les regalan el dinero. Seguro que este mes les he
ahorrado un buen pico en el recibo de la luz», se dijo convencido.
Y orgulloso de sí mismo cerró, con dos vueltas de llave,
la blindada puerta de roble. Ya no tendría que volver más. En quince días de
nada se acababa el mes de agosto y regresarían los vecinos.
María Jesús
Me gusta la personificación que haces con los alimentos y muy bien ambientado, el vecino que no se da cuenta del olor de la nevera y tu toque te humor. Un abrazo grande querida María Jesús
ResponderEliminarGracias Maribel. Me alegra que te haya sacado alguna sonrisilla. Un abrazo fuerte
Eliminar