Conciencia
Habían tirado al libro nuevo
de cuentos por la ventana. No había sido un suicidio, lo habían tirado, porque
mientras caía se le escuchó gritar pidiendo auxilio. Lo habían asesinado y
tenía que haber sido alguien de los que ocupaban aquella habitación.
Era un cuarto
infantil: una cama, una mesita de noche, una estantería, y una mesa redonda y
pequeña, con una silla a juego. Todos los muebles eran de madera azul y, aquí y
allá, de la habitación, se veían juguetes desperdigados que ocupaban parte del
suelo y de los estantes.
Nadie vio nada,
ni nadie sospechaba de nadie, pero alguien tuvo que ser.
―Yo no he sido, yo no he sido ―sollozaba el
oso de felpa mientras cruzaba las regordetas zarpas blancas sobre el hociquillo
marrón.
―No te pongas tan
nervioso, nadie te está acusando —le consoló el balón de colores desde el
suelo.
Durante unos minutos
se hizo un silencio, todos se miraban de reojo, pero nadie decía nada.
—Bien, amigos,
parece que el culpable no quiere salir —dijo con voz ronca el decano de los
juguetes, un caballo balancín de madera clara y montura deslucida, y siguió—:
la verdad, a nadie le caía bien el pesado libro de cuentos, pero eso no era
motivo para tirarlo por la ventana, aunque fuera tan arrogante y orgulloso, no
—cabeceó con lentitud—, no era motivo —acabó muy serio.
—Bueno, tirarlo
no debió de ser cosa fácil, porque pesaba lo suyo —argumentó el segundo estante
de la pared.
—¡Bah, todo
dibujo y poca letra! —exclamó un lápiz colorado que llevaba rodando por el
suelo una semana.
—Dibujos o no, pesaba lo suyo, tuvo que hacer
falta alguien con mucha fuerza para darle el empujón y tirarlo por la ventana
—comentó el payaso triste del cuadro.
—Eh, a mí no me
miréis —dijo la silla que se tenía por forzuda—. No me he movido de aquí desde
ayer —aseguró—. La mesa os lo puede
decir.
—Es verdad
—confirmó la desvencijada mesa con su suave voz de pino—, aquí hemos estado las
dos juntas desde ayer.
—A lo mejor lo
empujaron entre dos —observó caviloso el coche de carreras asomando el morro
verde por debajo de la cama.
Hubo un momento
de silencio, todos meditaron calladamente, de pronto, los lamentos del oso se
volvieron a sentir:
—Yo no he sido,
os lo prometo —dijo―. Ya sé que fui el último en hablar con él y que he estado
cerca de la ventana toda la mañana, pero os juro que me quedé dormido y no he
visto nada. Os digo la verdad, tenéis que creerme –volvió a sollozar.
―Nadie sospecha
de ti ―se impacientó el soldado de plástico amarillo, que tenía una despuntada
bayoneta entre las descoloridas manos―. Entre otras cosas, eres demasiado
pequeño y no tienes suficiente fuerza para empujar ni a una canica ―siguió con
voz dura―. Así que estate tranquilo y deja ya de sollozar que nos estás
poniendo nerviosos a todos.
―¿Cómo que ni
para empujar a una canica? ¿Quieres decir acaso que las canicas no tenemos
ninguna fuerza? pues que sepas que somos las más veloces de la habitación y la
velocidad.... ―el saco agujereado de las canicas de cristal habló a voz en
grito.
―Bueno, bueno, ya
basta, no nos vamos a enfadar ahora entre nosotros ―terció el caballo―. Se
acabó. Todos sabemos que el culpable es alguien de esta habitación, pero si no
quiere decir quién es y explicar por qué lo hizo, allá él. En su conciencia
quedará para siempre ―sentenció con su voz rugosa y grave.
Los demás
asintieron, todos sentían mucho respeto por el «viejo», como lo llamaban
cariñosamente, ya que fue el primer juguete en llegar a la habitación.
Poco a poco
fueron volviendo a sus quehaceres respectivos, pero de tarde en tarde
suspiraban y miraban de reojo a la ventana que permanecía entreabierta; sobre
ella, la cortina de cretona ocre, silbaba por lo bajo.
Llevaba en la
habitación muchos años, pero era un poco rara y nadie le hacía nunca mucho caso.
Se comentaba que de tanto estar colgada no le funcionaba bien la cabeza, así
que el resto de sus compañeros de habitación intentaban evitarla y, en las
pocas ocasiones en que les dirigía la palabra, le daban la razón.
Su silbido era
quedo y alegre: «A tomar viento ese pesado, siempre con su Érase una vez… Anda ya y que se pudra en la calle, o en ese lugar muy lejano del que siempre
hablaba. ¿No decía que le tenía envidia porque siempre estoy quieta, mirando la
calle y el mundo de afuera? ¿No decía que nunca podría moverme de aquí?
Mientras que él, en cambio, era libre porque con sus historias siempre viajaba
a países lejanos y a bosques encantados… y, el muy orgulloso, el muy soberbio, mientras
lo decía me miraba de reojo, con desprecio ―se dio un ligero impulso y se
balanceó con energía―. Bah... y el tonto del caballo, que ya chochea, dice que
«quedará en mi conciencia» ¿Quedará en mi conciencia cómo le empujé con mi
tela, con alevosía y sin que nadie me viera, cuando el estúpido se acercó a la
ventana «para respirar el aire fresco de la primavera»? ¿Quedará en mi
conciencia su último grito: «Fiiiiiiiiin» cuando por fin cayó en la calle, con sus hojas volando cada una por su lado? ¿No sabe ese caballo viejo
que las conciencias se lavan? sobre todo la mía que es de tela».
Y la cortina soltó
una carcajada histérica, y siguió balanceándose con aire satisfecho, ante la
mirada indiferente y compasiva de sus compañeros de habitación.
María Jesús
👌. Llamar a la conciencia de una loca....Mucha terapia le hace falta a la cortina.
ResponderEliminarJa,ja, ja ¡Y que lo digas! En este caso hay más dentro que fuera. Besillos
EliminarQue imaginación amiga , culpable la cortina me has hecho reír. Un abrazo de letras
ResponderEliminarMuchas gracias. ¡Cómo me alegra haberte sacado una sonrisilla! Besos aireados, querida amiga
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